Desde otro punto de vista, el director Santiago Palavecino aborda el tema de las identidades sobre los hijos de desaparecidos. ¿Quiénes son realmente?, ¿cuáles fueron sus familiares biológicos?, además de los conflictos existenciales que perturban la mente.
En este caso toma como referencia la historia de Juan (Juan Barberini), un cineasta que obtuvo un nuevo apellido y entrecruza su vida con dos mujeres, la actual Berenice (Esmeralda Mitre), en el año 2005, y la del pasado, ubicada en 1992, llamada Julia (Ailín Salas), acompañado por su primo Guillermo (Luciano Linardi), en ambos períodos temporarios. La historis va y viene en el tiempo, mezclando el presente, con el pasado y con el futuro, año 2017, que es cuando comienza esta narración.
Esta realización es un entramado complejo, con varias capas que hay que ir descubriendo, porque el nudo conflictivo tiene que ver sobre quién es la hija de Berenice y Juan, que se llama Delfina (Carmela Rodríguez), y sobre todo de quién es, si es real o un fantasma del pasado.
Si usted siente que se marea con lo que le estoy contando en estas líneas, créame que es así. El relato tiene un ritmo muy lento, con cruces temporales de tres estadíos distintos, con escenas en algunas ocasiones demasiado largas y tediosas, y otras tomas secuencias también extensas que estéticamente son lindas pero enlentecen aún más la narración. Sumado a esto, en ciertos momentos la cámara se mueve demasiado temblorosa tornándose molesta e irritante. Tampoco ayudan muchos las actuaciones de los protagonistas, que tienen que decir los diálogos siempre serios, dramáticos, demasiados pesados, no dan respiro, agobiando al espectador.
El director planteó su obra de manera muy pretenciosa, intimista y personal, pero lo que finalmente logró es un rompecabezas en el sentido literal de la palabra, ideal para cinéfilos porque realmente rompe la cabeza.
En resumen, para verla hay que estar con las neuronas muy atentas, la mente abierta, y creer el verosímil que no están contando.