Doble de cuerpo
Hija única, de Santiago Palavecino, se mete con el tópico del doppelgänger con una historia retorcida, al borde de la verosimilitud.
El tópico del doppelgänger, el doble, es de los que más potencial tienen en el cine. También está presente en la literatura (recuerdo la novela El doble, de Dostoievsky, y quizás la más conocida: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson), pero es en las imágenes en donde el juego especular de semejanzas puede ser mejor aprovechado: clásicos como Demente, de Brian De Palma; Pacto de amor, de David Cronenberg; o la que todos ustedes están recordando en este momento: El club de la pelea, de David Fincher.
Entre la ciencia ficción, el fenómeno paranormal, o simplemente la vuelta de tuerca onírica, todas estas películas resultan enigmáticas, todas tienen algo en su trama no del todo explicado. Ese es el poder del doppelgänger, aunque también puede ser su talón de Aquiles.
En el caso de Hija única, la cuarta película de Santiago Palavecino, tenemos a dos chicas físicamente iguales que viven en tiempos distintos: se trata de Julia en 1992 y Delfina en 2017 (interpretadas por Ailín Salas). Delfina nació varios años después de la muerte de Julia. ¿Qué las une? ¿Por qué son idénticas? Ese es el misterio central.
En el vértice de este triángulo está Juan (Juan Barberini), que fue novio de Julia en 1992 y es ahora el padre de Delfina. ¿El amor trunco entre Juan y Julia fue tan intenso como para entrar en el ADN de Delfina? Algo de eso hay, y si esto suena ridículo, pues tenemos hasta unos investigadores médicos metidos en el asunto.
El guión, firmado por Palavecino junto a Fernando Manero (coautor de la película anterior del director, Algunas chicas), está construido como un rompecabezas que va hacia atrás y luego hacia adelante en el tiempo, de 2017 a 2005 a 1992 y después a 2005 otra vez, para ir revelando de a poco los puntos de giro de una historia bastante retorcida que incluye también un tema que parece insoslayable en el cine argentino si hablamos de la identidad: los desaparecidos.
Si desenredamos la galleta del guión, vemos que la historia es bastante más sencilla de lo que parece a simple vista, aunque no carece de ambigüedad; así como está, esa ambigüedad está sepultada por la confusión y la inverosimilitud. Algunos diálogos, los que parecen más “escritos”, suenan forzados; otros, sin embargo, parecen más naturales. Como si en Hija única convivieran dos películas: la de misterio fantástico, que necesita dar información del argumento con precisión y a cuentagotas, yendo y viniendo en el tiempo; y otra que es un drama familiar (en 2005, la relación entre Juan, la pequeña Delfina -excelente Carmela Rodríguez- y su madre verdadera, Berenice -Esmeralda Mitre-) y un drama romántico (en 1992, el fulminante enamoramiento entre Juan y Julia). La segunda funciona mucho mejor que la primera.
Es en esas escenas entre Barberini y Salas, con música bigger than life de Prokofiev, diálogos casuales y sexo creíble, en donde ser puede ver el talento con la cámara y las ideas de puesta en escena de Palavecino. Y aunque sea el misterio central lo que hace avanzar la trama y nos mantiene interesados, lo mejor de la película está cuando el narrador le cede el paso al retratista.