Hay dos decisiones formales que se instalan como marcas particulares en Hija única. No necesariamente conducen a buen puerto pero esa es su singularidad. La primera se hace visible a partir del uso recurrente de una cámara en mano que se pone en el cuerpo de los protagonistas, en su incomodidad y en su intimidad. Oímos la respiración, captamos el peso de sus dudas y el agobio que causan sus búsquedas. Solo algunos momentos nos eximen del compromiso por acompañarlos de ese modo y son aquellos donde los jóvenes expresan un cierto estado de libertad que se traduce a través de imágenes desencadenadas de planos cerrados que cercan la mirada y la conducen al ánimo de los protagonistas. El mundo de la película es opresivo porque la identidad como tema en este país lo demanda. Sin embargo, dos o tres momentos únicos se sostienen más allá de toda ligazón contextual, por su belleza y ligereza.
La otra decisión atañe a la estructura. Organizada en forma de flashbacks, los detalles argumentales se arman pausadamente a la par que las historias de los personajes involucrados. Son tres los lapsos temporales signados por el juego de identidades cambiadas. Hay varias ideas en juego y el riesgo que se huele es la dispersión, pero a fin de cuentas los riesgos están para tomarse. Juan es un director de cine, tiene una posición consolidada y una familia adinerada pero se entera que es un nieto recuperado. Y si bien es un eje importante, lo asombroso es la manera en que se lo desvía para otorgarle un tratamiento diferente con ribetes de carácter fantástico, a partir de un juego en torno a la herencia genética. Además-y este es tal vez el punto más estimulante-se construye una mirada en torno a lo femenino que enriquece la perspectiva de la película antes de que caiga en la cárcel de un discurso recurrente y trillado en el cine argentino reciente. La curiosidad, la espontaneidad y la sensibilidad son atributos puestos en las miradas que Palavecino consagra a las mujeres pese a que el núcleo narrativo de la historia se centra en Juan y sus conflictos permanentes.
Si algo que acerca a Hija única con otras películas recientes es la forma en que conjuga lo político con lo genérico sin necesidad de pensar en la posibilidad de que un término excluya al otro. Desde el comienzo, los primeros planos acompañados por música clásica cargan operísticamente la puesta en escena y nos insertan en la esfera del melodrama. Se trata de un rompecabezas onírico que abre una serie de interrogantes en torno a lo que se ve y lo que se narrará. El tono está puesto en ese preciso momento.
En su corta carrera Palavecino comienza a construir una poética en base a ciertos elementos también visibles en este filme: decisiones e incertidumbres que involucran a las mujeres y trastocan su identidad, la opresión que ejercen los espacios y una exploración de los sentimientos de los personajes a los cuales nunca suelta el ojo de la cámara. También cabe destacar el uso de la música que marca el tono de la historia. Más allá del inicio hipnótico señalado con Prokofiev, se destaca la referencia intertextual a La flauta mágica de Mozart, sobre todo en la tensión manifiesta entre lo visible y lo oculto, o en la perturbadora presencia del imaginario del mundo de hadas que parece invadir a Delfina, la pequeña protagonista, en sus incursiones por los cuartos para espiar, descubrir objetos y esconder llaves.
Hija única es una película elegante sin que ello la desmerezca. Tiene un problema con el registro actoral, con los modismos en el habla y probablemente con el ritmo, sin embargo, su filiación con los géneros clásicos sin gritar sus influencias la convierte en un filme sensible e inteligente frente a una temática que demanda nuevos modos de atención.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant