El 2014 sin duda es el año del cronopio. En el centenario del nacimiento del escritor una amplia variedad de eventos artísticos y culturales proliferan en la escena porteña. En este contexto, a partir de la selección de diez capítulos de los cincuenta que componen Historias de cronopios y de famas, la cortazarmanía llega a la pantalla grande bajo la dirección de Julio Ludueña y los trazos de célebres artistas locales.
Representar por medio de imágenes los cuentos de Cortázar es una tarea que resulta difícil de imaginar. No solo por el mito que rodea su figura y la responsabilidad que implica abordar su producción, sino también por las condiciones que presenta. La antología homónima se caracteriza por desarrollar imaginarios al punto de dotarlos de identidad conformando universos simbólicos que, carentes de descripciones que permitan ser arraigadas visualmente, complican todo tipo de representación. Sin embargo, con habilidad el director logra encontrar por medio del cruce de lenguajes una vía para encarnar los pasadizos mentales de los cronopios y los famas.
Se trata de una película que por momentos aparenta no serlo. Los procesos de animación quedan engañosamente subordinados al virtuosismo de cada artista que, a partir de su impronta estilística, coronan na de las obras más emblemáticas de la literatura nacional. Las líneas cinéticas de Noé, la iconología peronista que caracteriza la obra de Santoro o la brisa tanguera de Seguí, entre otros, son identificables con facilidad. En cada capítulo, configurado como una pequeña animación montada a partir de las ilustraciones, las diferencias de estilo de autor cobran relevancia hasta convertirse en la marca registrada de cada episodio. Por lo tanto, no existe entre ellos nexo conector más allá del hecho de dar cuenta –de forma metafórica o alegórica– de fragmentos del mismo libro, que a partir de una sucesión de rupturas estéticas dan lugar a un collage que funciona como un relato de relatos. En este sentido, la propuesta de Ludueña genera dos reacciones inevitables: aquel espectador que espere encontrar un homenaje o una transposición literal de los textos de Cortázar se sentirá desilusionado. Por el contrario, quien pueda percibir y resignificar sus palabras en cada composición será deleitado.