A ocho años del estreno de Once, John Carney, ya instalado en Hollywood y haciendo pleno uso de su maquinaria, parece repetir la receta alterando algunos condimentos. ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? oscila entre el musical y la comedia romántica, aunque el romance al que le debe gran parte de la tensión jamás llega a ser explotado. El director vuelve a poner en escena dos personajes al borde del abismo unidos por el azar y la música. Dan, encarnado por el multifacético Mark Ruffalo, es un exitoso productor musical que ha perdido todo, mientras que Gretta (Keira Knightley) afronta tras una infidelidad la ruptura con su novio devenido en rockstar y el fin de sus sueños como compositora. A partir de su encuentro en un karaoke, la vida de ambos cobra un nuevo sentido: realizar un disco íntegramente grabado en las calles de Nueva York. Al igual que en Letra y música o la inigualable Alta fidelidad, la melomanía se convierte en el eje que da forma y estructura a la historia. La música como lenguaje universal y su proceso creativo se transforman en el canal que permite la caracterización de cada personaje. La destreza musical de los protagonistas sorprende con gratitud, al igual que la banda sonora que se muestra tan correcta como agradable de oír. Sin embargo, la crítica al circuito y la industria musical que parece esbozarse queda a medio camino frente a la emergencia de un mensaje fundado en el ideal americano. Por otro lado, la monotonía surge como consecuencia de un forcejeo temporal, siendo tan evidente como tedioso el estiramiento en el que se intenta continuar diciendo lo que ya está dicho. Aun así, recursos como la ruptura en el punto de vista o los flashbacks aportan dinamismo y logran en parte compensar los baches. En este sentido, el escenario se torna relevante: los travellings de la fisionomía neoyorkina embellecen el relato junto con minuciosos planos generales y logran opacar el desgaste del argumento. ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? no llega a aburrir ni empalagar del todo. Aunque resulta inevitable percibir cierta pobreza en relación con las expectativas generadas por su antecesora, la pasión y el fervor que pone de manifiesto consiguen que hasta resulten simpáticas cada una de las obviedades que construyen la historia.
El 2014 sin duda es el año del cronopio. En el centenario del nacimiento del escritor una amplia variedad de eventos artísticos y culturales proliferan en la escena porteña. En este contexto, a partir de la selección de diez capítulos de los cincuenta que componen Historias de cronopios y de famas, la cortazarmanía llega a la pantalla grande bajo la dirección de Julio Ludueña y los trazos de célebres artistas locales. Representar por medio de imágenes los cuentos de Cortázar es una tarea que resulta difícil de imaginar. No solo por el mito que rodea su figura y la responsabilidad que implica abordar su producción, sino también por las condiciones que presenta. La antología homónima se caracteriza por desarrollar imaginarios al punto de dotarlos de identidad conformando universos simbólicos que, carentes de descripciones que permitan ser arraigadas visualmente, complican todo tipo de representación. Sin embargo, con habilidad el director logra encontrar por medio del cruce de lenguajes una vía para encarnar los pasadizos mentales de los cronopios y los famas. Se trata de una película que por momentos aparenta no serlo. Los procesos de animación quedan engañosamente subordinados al virtuosismo de cada artista que, a partir de su impronta estilística, coronan na de las obras más emblemáticas de la literatura nacional. Las líneas cinéticas de Noé, la iconología peronista que caracteriza la obra de Santoro o la brisa tanguera de Seguí, entre otros, son identificables con facilidad. En cada capítulo, configurado como una pequeña animación montada a partir de las ilustraciones, las diferencias de estilo de autor cobran relevancia hasta convertirse en la marca registrada de cada episodio. Por lo tanto, no existe entre ellos nexo conector más allá del hecho de dar cuenta –de forma metafórica o alegórica– de fragmentos del mismo libro, que a partir de una sucesión de rupturas estéticas dan lugar a un collage que funciona como un relato de relatos. En este sentido, la propuesta de Ludueña genera dos reacciones inevitables: aquel espectador que espere encontrar un homenaje o una transposición literal de los textos de Cortázar se sentirá desilusionado. Por el contrario, quien pueda percibir y resignificar sus palabras en cada composición será deleitado.
A partir de un best-seller, Teplitzky lleva a la pantalla una historia anclada en la Segunda Guerra Mundial que, como muchas películas en las que se tematiza este tipo de sucesos, trae emparentado un trasfondo de superación y lucha. Sin embargo, el mensaje de redención que atraviesa Un pasado imborrable impacta en la medida que se trata de una historia real que el director logra potenciar con astucia. En un tren, como la mayoría de los acontecimientos que atraviesan la vida de Eric Lomax (Colin Firth/Jeremy Irvine), inicia una cálida historia de amor que deviene rápidamente en un oscuro y turbulento recorrido por el pasado sin resolver del protagonista. De esta forma, a partir de permanentes cambios temporales, se hilvanan las memorias de un ex combatiente británico que, apresado por soldados japoneses durante la guerra, es expuesto a macabras torturas. Años después y con ayuda de su mujer Penny, interpretada por Nicole Kidman, Lomax intenta resignificar las traumáticas vivencias que condicionan su presente viajando a Asia en donde se expondrá a sus fantasmas más temidos. Si bien en la construcción temporal existen desequilibrios en los escenarios construidos como resultado del abuso de secuencias largas seguidas de tomas cortas, las escenas están llenas de tensión y logran por medio de la carga emocional reponer la sutil desconexión narrativa. Asimismo, la variación de climas felices y tenebrosos por los que fluctúa la película es lograda con acierto a través del contraste entre tomas abiertas y focos que, mientras oscilan entre tonalidades verdosas, se contraen hasta cerrarse del todo. Estos recursos, además de brindar un tinte poético, compensan los desajustes espacio-temporales al mismo tiempo que colaboran aportando ritmo al relato. Pese a la emotividad propia de los hechos contados y al ruido que pueda hacer un “final feliz” atravesado por el perdón y la proclamación de paz interior del protagonista, el relato destaca por su capacidad de conmover sin efectuar un uso vicioso de los golpes bajos que caracterizan los relatos bélicos. Paradójicamente, el director contribuye de esta forma a reforzar el sentido y a mantener en la superficie el carácter verídico de la historia, que de una forma muy respetuosa lleva al espectador aún en los momentos más siniestros a recordar que ese hombre de la pantalla es real. Es por esto que, pese a la ausencia de interpretaciones destacables –aunque no por eso insatisfactorias– así como de grandes despliegues técnicos y fotográficos, Un pasado imborrable se percibe como una película correcta en términos morales pero también cinematográficos a partir del trabajo de Teplitzky.
Llega a las salas porteñas el primer largometraje de Lucía Vassallo presentado en el 28º Festival Internacional de Mar del Plata. Bajo la producción de Habitación 1520, la directora brinda un recorrido a través de testimonios y documentos históricos filmados íntegramente en Tierra del Fuego, situando al espectador en el inhóspito y siniestro clima del Penal de Ushuaia. A simple vista se trata un documental, sin embargo, pueden captarse desplazamientos que ponen en jaque el género. Se nota en algunas decisiones de montaje que, si bien al apelar a lo poético refuerzan la atmosfera presentada, producen como efecto cierto resquebrajamiento del verosímil, dando lugar por momentos a la ficciónalización de los hechos narrados. Las atrocidades cometidas por algunos de sus penados, así como el cruel, corrupto y burocrático sistema bajo el que eran dispuestos, contribuyen junto con la locación geográfica a la formación de un aura mítica alrededor del lugar. Desde la literatura, pasando por la producción cinematográfica y la música, se abordó desde diversas perspectivas la peculiar cárcel y las múltiples leyendas a su alrededor. Es por eso que el presidio que ha alojado a personajes que pasaron al estrellato como Cayetano Santos Godino – el Petiso Orejudo-, o el anarquista Simón Radowitzky, ha sido varias veces protagonista de la pantalla grande. Esto sin duda debió representar una dificultad para la directora que, en su intento por brindar una nueva perspectiva, optó por la superposición de relatos que dan cuenta de la historia y el desarrollo de la ciudad del sur Argentino. Independientemente de la falta de originalidad del recurso, que en última instancia funciona a la perfección para el tipo de trabajo planteado, Vassallo logra por momentos atemorizarnos: transmite el frío, la desolación y la soledad de los pasillos que son filmados. Aún así, la acumulación de discursos desde los que se conforma el film impide una identificación total con ellos; cada relato exhibido no llega a ser explotado por la directora en pos de dar paso al siguiente, quedando de alguna forma desconectados entre sí, o inconclusos. Por otro lado, a esto se le suma la permanente irrupción visual de imágenes fotográficas, archivos y documentos, que a su vez son yuxtapuestos intermitentemente con escenas actuales del penal. Este juego anclado en el pasado-presente del recorrido de las instalaciones atraviesa la totalidad de la película, y es a partir de él desde el que se produce un doble efecto: por un lado se exalta la atmósfera y la carga emocional del relato, pero es justamente en esa potenciación en donde aparecen guiños de ficción y cuando la cámara deja inevitablemente de ser un testigo omnipresente para pasar a ser generadora de sentido. En este refuerzo de significación de las imágenes y narraciones se percibe un entorpecimiento, una pérdida en términos de fidelidad, que si bien suma en la construcción estética, hace surgir necesariamente momentos de ruptura en el relato. El choque de significados aparece en los cortes súbitos, cambios de iluminación y juegos de claroscuros y sombras; potenciados por la música, toman distancia junto con esa otra cámara que, simulando falta de intención, permite ver a un historiador y a la hija de un guarda cárcel paseando por las instalaciones, el equipo de futbol local con sus trajes emulando a los penados, o un grupo de señoras paquetas tomando el té mientras recuerdan cómo distinguían a los ex presidiarios en el cine de la ciudad por sus vestimentas. De esta forma, coexisten en La cárcel del fin del mundo ambas cosas: imágenes que por medio de la construcción poética producen efectos emocionales en el espectador, acompañadas por fragmentos de la vida real de los habitantes del lugar. El resultado es un breve panorama de una ciudad que ha sido construida en su totalidad a partir de la cárcel más austral del mundo, y que todavía al día de hoy continúa desarrollando su vida social y cultural en torno a ella.
Mucho se ha dicho durante las últimas semanas sobre Amapola, la ópera prima de Eugenio Zanetti que tiene todo a su favor para ser considerada como la epifanía de cualquier crítico mediocre. Sin embargo, alegando sin mucho ingenio que un director de arte, cuando juega a hacer una película naturalmente focaliza en la imagen, como si se tratara de un mandato o, peor aún, como si esto fuera necesariamente negativo, se profundizó poco en las falencias sustanciales que la película presenta. Por otro lado, si bien son bastante perceptibles, las fallas de Amapola trascienden el recalcado cambio de rol del director. Comenzando por un elenco plagado de celebridades que deambulan por el film sin otro propósito más que el de figurar, los personajes no son presentados con la profundidad a la que parecen aspirar, y uno termina buscando caras conocidas como si fuera un libro de ¿Donde está Wally? En este sentido, el lenguaje también representa un problema. La protagonista, Ama (Camilla Belle), maneja un pésimo e irritante español que cede momentáneamente cuando habla en francés o inglés con Luke (François Arnaud) o Meme (Geraldine Chaplin). Pero este despliegue de lenguas no hace más que reforzar la confusión en una trama construida a partir del continuo desplazamiento por distintos géneros y la yuxtaposición de posibles tramas que se esbozan sin llegar nunca a ser realmente explotados. Atravesando tres décadas, se presentan hechos relevantes de la historia argentina como la muerte da de Eva Perón, el golpe militar del 66 y la guerra de Malvinas. Sin embargo, cada anclaje temporal radicalmente sesgado no aporta nada y queda relegado a una mera referencia. Por momentos el relato se torna oscuro insinuando un misterio que exige una resolución a la que no solo nunca se arriba sino que incluso llega a quedar súbitamente olvidada. De repente todo se torna un cuento de hadas en el que la bellísima Camille Belle, que parecía una pitonisa con poderes mágicos jugando a ser detective, se transforma en una suerte de diosa mitológica correteando por praderas. Pero los excesos no terminan ahí, porque de manera abrupta, pasando por unos coloridos deslices por la comedia musical, el film deviene en una tradicional historia rosa de amor, y es entonces donde se torna insensato. Aún así, es cierto que la permanente ruptura de sentido que deriva en un completo vacío argumental queda en ocasiones subordinada a la belleza que las imágenes muestran. Por más aires de grandilocuencia que emane, la sobrecargada puesta en escena no tiene nada que envidiarle a una mega producción hollywoodense. Desde la representación de Sueño de una noche de verano, la elección musical, hasta la sutil reproducción de varios cuadros renacentistas, abundan las citas a la historia del arte, mientras que la construcción de los espacios es planteada como un juego entro lo onírico y lo real, tanto en los exteriores de una isla a la que jamás se le asigna un nombre como en el interior del despampanante hotel en el que se sitúa la historia. Es que Amapola es una fiesta dionisiaca llevada a la pantalla: cada uno de los elementos que la componen aporta confusión, pero no se trata de un error de cálculo si no de un gesto intencional de su director. Las tomas circulares, los cortes bruscos y cambios de dirección reafirman permanentemente que el film está fundado en la desmesura y el desborde. Es por eso que, si se intenta culpar de algo a Zanetti en su nuevo rol como director, debe ser justamente de evidenciar todos los recursos y el talento con el que cuenta en una narración que no está a la altura de sus intenciones.