Está claro que el caso de Saeed Hanaei es atractivo para el cine: antes de esta película de Ali Abbasi -director iraní que estudió en Suecia y vive hace años en Dinamarca- hubo otra ficción y un documental que lo utilizaron como eje, aprovechando el impacto internacional que produjo, su peso simbólico como reflejo de un problema que en la actualidad es de agenda permanente en Oriente y Occidente -la violencia contra las mujeres- y las características macabras de una historia criminal de esas que hemos visto más de una vez con el sello de Hollywood (por ejemplo en el cine de David Fincher).
El de Abbasi -a quien HBO le confió recientemente la dirección de dos capítulos de su poderoso tanque The Last of Us- es un enfoque que combina los códigos del thriller con la denuncia explícita sin alcanzar un resultado del todo convincente. Funciona más o menos bien cuando el hilo conductor es la recreación ficcional de la doble vida de un psicópata que mató dieciséis mujeres en Teherán sin abandonar su rutina como trabajador de la construcción ni su ordenada vida familiar.
Esa dualidad del personaje, heredera como tantas otras de aquella tan influyente que imaginó Stevenson a fines del siglo XIX cuando publicó su novela El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, está bien trabajada: los fanáticos suelen ver enemigos y sospechosos en todas partes, y esa paranoia alienta su inclinación a permanecer en las sombras, como queda patente en el tenso y sugestivo comportamiento del protagonista.
Exveterano de la guerra entre Irán e Irak que abarcó casi toda la década del 80, Hanaei se lamentaba de no haberse redimido como un mártir y consideraba que en su ciudad hacía falta “limpiar las calles” a cualquier costo. Condenado por la justicia de su país, igual fue celebrado como héroe por los sectores más reaccionarios de la sociedad. En su recreación, Abbasi encapsula la brutalidad de ese aval irreflexivo en la actitud mafiosa de la familia, que apoya incondicionalmente al patriarca con la convicción férrea que exige la lógica teocrática.
Pero en la necesidad de incorporar algunos andamiajes ya reconocidos como fórmula para crear una atmósfera de suspenso que no dependa de la intriga pero se ajuste al canon del cine de entretenimiento, la película le inventa al villano dos oponentes muy estereotipados que protagonizan las escenas más convencionales y menos verosímiles del film: una periodista tan intrépida como para encerrarse en un cuarto con el asesino sin más proteccion que un diminuto cuchillo y su solitario aliado, un colega crédulo y atemorizado.
Esas decisiones de Abassi, destinadas a aligerar un relato que luce mejor en su faceta más cruda y a remarcar el rol de una heroína modélica que corporiza un reclamo naturalmente extendido en un mundo globalizado, son menos eficaces que su capacidad para explorar los pliegues de lo monstruoso, probada con creces en la estimulante extravagancia de Border (2018), sin dudas su obra más consumada, y más discretamente en el preciosista terror psicológico de Shelley (2016).