Obstáculos para el realismo. Que en una película de ficción que se pretende realista los personajes hablen coloquialmente diciendo, por ejemplo, “No niego lo que me generás pero ya no estoy solo” o “Aquellos ojos juveniles que tanto nos han cautivado y nos han hecho soñar hoy nos miran desde lo más profundo buscando una explicación”, resulta un escollo difícil de sortear para que su historia resulte creíble. En realidad, la elaboración de diálogos verosímiles y la dirección de actores nunca fueron méritos destacados de la obra de Campusano, aunque sus defensores consideran esas falencias como marcas de estilo. “Nuestra compañía productora nació con la idea de representar a las personas, lugares, comunidades y problemas que no son presentados por el cine dominante”, ha sostenido el director quilmeño, y la dignidad de ese propósito está fuera de discusión; el problema está en que confía demasiado en la verdad que pueden transparentar sus no-actores y la omisión de complejidades.
Su decimo quinto largometraje sigue a dos personajes: Ariel (interpretado por el youtuber Wall Javier, alias La Queen), hijo homosexual del autoritario patrón de una chacra bonaerense, y Omar (Germán Tarantino), sacerdote abusador. Ambos mantuvieron alguna vez un vínculo secreto y, una vez separados, continúan dificultosamente sus respectivos caminos llevados por sus deseos, culpas y miedos. La historia va despertando interés al sumar varios personajes y conflictos, ambientada en un paisaje rural por momentos bucólico. Como en films anteriores de Campusano, en Hombres de piel dura no hay glamour ni efectismos propios del lenguaje publicitario; además (por encima de algunas innecesarias tomas con drones), exhibe profesionalismo en todos sus rubros técnicos. Sin embargo, su mirada es más indolente que acusatoria y casi no consigue transmitir emoción, suspenso ni erotismo.
Muchas decisiones del director resultan discutibles. La primera conversación entre Ariel y Omar, en la que se los ve parados frente a frente en pleno campo y a la luz del día, hace desear un primer plano o algún tipo de recurso que exprese intimidad, de la misma manera que ocurre con los paneos para mostrar a un personaje y a otro, sin cortes, en el transcurso de varias conversaciones, o con más de una escena arriesgada (como la de Omar disponiéndose a abusar sexualmente de un menor), con la cámara consignando lo que sucede medio a los tumbos, como cuando se documenta un hecho inesperado con un teléfono celular. Los actores, por su parte, con excepción de Claudio Medina (el padre) y Mauro Altschuler (el borrachín buscavidas), defraudan diciendo sus parlamentos sin convicción o esforzándose por simular que están representando a una clase social a la que no pertenecen, algo que se advierte especialmente en quienes encarnan a los sacerdotes y en los personajes femeninos (la chica que aparece fugazmente integrando la barra de marginales, la prostituta y su hija).
Alguna nota autorreferencial (Vil romance, de Campusano, asomando en el televisor), subrayados (un partido de fútbol de fondo mientras Ariel se maquilla, para señalar el entorno machista), el afán de denuncia resuelto con frases ingenuas o demasiado explicativas: todo deriva hacia algo híbrido, cercano a cierto cine argentino habitual en los ’80. El interés del guionista-director por hurgar en abusos y represiones –incluyendo la decisión final del protagonista renunciando a su cómoda condición de “hijo del patrón” por una elección de vida más inestable, como una suerte de moraleja– puede valorarse, pero a su propuesta le faltó madurez.