La desviaciones sexuales han estado presentes últimamente en la filmografía de José Celestino Campusano: el violador serial en Cícero impune (2017) y el incesto en El silencio a gritos (2018). Ahora es el turno de la pedofilia en el ámbito eclesiástico, un tema de gran repercusión mediática no sólo en la Argentina sino también a nivel mundial. Si bien la trama gira en torno a Ariel, un joven homosexual nacido en el ámbito rural que intenta encontrar nuevos rumbos en su búsqueda sexual luego de haber sido seducido y manipulado por un sacerdote de su comunidad, el punto álgido del film que despierta debates y manifestaciones acaloradas como se pudo comprobar en el último BAFICI, son los abusos sexuales infantiles cometidos por miembros de la iglesia. Cuando el film se sitúa en el entorno familiar de Ariel, resulta previsible y remanido.
La familia está compuesta por el clásico padre despótico y tirano que no tolera la orientación sexual de su hijo, y la hermana tolerante y comprensiva ante la ausencia de la madre que los abandonó. Campusano, al menos podría haber evitado al espectador la tan trillada escena en la que el padre lleva al hijo a un prostíbulo para que se haga «hombre», con un final negativo y frustrante. María Luisa Bemberg en Miss Mary (1986), por mencionar uno de los tantos ejemplos, lo había recreado en una recordada secuencia. Por el contrario, Hombres de piel dura cobra fuerza cuando se introduce en terrenos religiosos, los diálogos son más sustanciosos y las situaciones más tensas e inciertas. La imagen de los sacerdotes sentados en las reposeras en el retiro espiritual, en la cual exponen sus aberrantes conflictos con poco remordimiento, recuerda la ligereza del grupo de clérigos sancionados en El club (2015) del chileno Pablo Larraín. Los conflictos de fe del cura compuesto por Germán Tarantino, sus frecuentes recaídas en el pecado y la indebida protección de su superior, son los aspectos más positivos al comprometerse en la denuncia de manera cruda y sin rodeos.
Otro aspecto no menor a considerar son las actuaciones. Al nutrirse Campusano de actores locales no profesionales, los resultados por lo general son dispares. Puede ser excelente como el conflictivo trabajador social compuesto por Kiran Sharbis en El azote (2017), endeble como todo el elenco boliviano en El silencio a gritos, en bruto sin pulido pero realista en Fantasmas en la ruta (2013). Aquí distan de ser homogéneas. Es buena la de Juan Salmieri (tiene cierto recorrido profesional) en el rol de un peón de campo, crudas y a tono las de la prostituta y su hija adolescente, poco convincente y afectado la de Wall Javier y decididamente flojas la de los dos sacerdotes. En este último caso, en las dos escenas que los encuentran dialogando mientras caminan, los intérpretes adoptan ciertas posturas inamovibles que tornan lo dramático en cómico, sumado a ello una exposición oral rígida y sin matices.
Pese a todos estos reparos, el film de Campusano se impone como una denuncia rotunda, valiente, por momentos brutal, que produce indignación al saber que parte del relato está basado en hechos reales.
Valoración: Buena.