“No sabes nada de Hiroshima”, decía el protagonista del gran clásico de Resnais. La película de Abbas Fahdel nos interpela del mismo modo: no sabemos nada de Irak ni de los iraquíes, más allá de los lugares comunes forjados por años de noticieros y propaganda. Homeland es un retrato sensible en el que esta visión simplista se desvanece para dar lugar a hombres, mujeres y niños que se convierten en nuestros semejantes. La película es un testimonio único de la vida en Irak antes y después de la invasión norteamericana, con el extraordinario valor de archivo de unas imágenes que conjugan la violencia absurda con el entorno íntimo del cineasta, mezclando la novela familiar y la épica, el diario y la guerra, la pequeña y la gran Historia.
Fahdel filma sabiendo de antemano que todo va a desaparecer. La primera parte de la película es una crónica de la espera en un clima inquietante donde paradójicamente hay cierta ligereza. Mientras la televisión vierte las imágenes para la gloria de Saddam Hussein, la cotidianeidad está marcada por los preparativos: se instala una bomba en el jardín para que la familia tenga agua potable durante el conflicto; una montaña de panes se almacenan en una gran bolsa; los vidrios de las ventanas del living se refuerzan con una gruesa cinta de embalaje mientras todavía pueden verse los rastros de la que fue utilizada durante la última guerra.
El subtítulo Irak año cero es más que un guiño a Rossellini. Para filmar después de la guerra, Fahdel filma a un niño: su sobrino Haidar. El niño es testigo, mártir y heredero de la guerra. Desde el comienzo, el espectador sabe de su muerte próxima. Será una víctima de tiradores desconocidos, en medio del caos provocado por la intervención norteamericana. El autor se fusiona con su obra, el proceso creativo depende en parte de una herida íntima. “Me tomó diez años hacer el duelo de Haidar”, comenta sobriamente Abbas Fahdel luego de proyección.
En la segunda parte, la cámara sale de la casa y filma la destrucción, la angustia y la rabia de la gente que deviene aún más pobre. Abundan los saqueadores, la policía no hace su trabajo, la población comienza a armarse y las chicas no salen de su casa por temor a los secuestros. El cineasta instala su cámara en el auto de su cuñado, que es conductor y protagonista. A pesar de la catástrofe, Homeland conserva una energía singular. La película se contagia de la felicidad del director por estar con los suyos. La intimidad se extiende a personas desconocidas que encuentran en la calle. Y sin embargo, Irak es inhabitable. La tragedia llega al cine y nos estremece. El popular actor y director Sami Kaftan nos permite acceder a las ruinas de los estudios de cine de Bagdad: entre mesas de montaje inservibles y montañas de películas abandonadas, el viejo tema de “la muerte del cine” se materializa de una manera desgarradora.