Una película de seis horas es todo un desafío. Desde el vamos, tenemos que controlar nuestra ansiedad, abandonar nuestras pretensiones de productividad, permanecer sentados durante un largo período de tiempo que normalmente ocuparíamos con otras actividades, quizás remuneradas. Pero los 334 minutos de Homeland: Iraq Year Zero (2015) no son ni una provocación ni el resultado de un capricho. Nos permiten zambullirnos en la intimidad de una familia iraquí, la del mismo director, que atraviesa como puede la ocupación estadounidense.
La primera mitad del documental fue grabada justo antes de la invasión. Asistimos a la cotidianeidad doméstica de los protagonistas, a sus almuerzos y cenas, a los preparativos que llevan a cabo para sobrevivir la ineludible guerra. De lo que no hablan es de política. La figura de Saddam Hussein es ubicua, se cuela por todos lados. Pero nadie lo menciona, ni para criticarlo ni para alabarlo, salvo durante los festejos por su cumpleaños. Estos tramos del film son tan tranquilos como perturbadores: no solo porque sabemos que se avecina el caos sino también porque notamos que algo falta, que algo no se está diciendo, que algo turbio se esconde detrás de los constantes y grotescos clips musicales dedicados al líder que se emiten por televisión.
La segunda mitad, en cambio, se filmó cuando el ejército estadounidense ya estaba instalado en territorio iraquí, y es desesperanzadora. Vemos un país desordenado, acéfalo. Los soldados norteamericanos disparan y matan por cualquier motivo, generan resentimiento, y no logran controlar a las bandas armadas de iraquíes, que también son una pesadilla para sus coterráneos. Visitamos estaciones de radio bombardeadas, estudios de cine saqueados, ciudades en ruinas. Ni siquiera el pasado sirve de horizonte edénico para encarrilar el país. Al ser destronado Saddam Hussein, se vuelven a mencionar los asesinatos durante el régimen, las fosas comunes repletas de disidentes. Hay que empezar casi de cero, desde un presente de ocupación extranjera y nula autonomía económica e institucional, ante la falta de partidos políticos fuertes, con una población divida y un legado cultural enterrado.