¿Qué sabíamos de los iraquíes? Prácticamente nada. Lo último que habíamos visto sobre ellos era una película de un gran director estadounidense que los retrataba a la distancia y casi siempre por la mira de una sofisticada metralleta. Los iraquíes eran pura maldad o su correlativa inversión, personas dóciles, tal vez inocentes. Lo cierto es que en Francotirador apenas tenían un rostro y la voz era inaudible. Por suerte existen películas extraordinarias como Homeland: Iraq Year Zero, de Abbas Fahdel, en la que todo lo que creíamos saber se cancela y la característica ignorancia occidental es conjurada por la gracia de una puesta en escena admirable y un punto de vista que no necesita injuriar al invasor pero sí entender las relaciones complejas que se establecen con él.
Fahdel arranca su country home movie filmando la cotidianidad de toda su familia, y en la medida en que lo hace va incorporando paulatinamente el barrio, la ciudad y las afueras de Bagdad. Sin darnos cuenta, en las primeras dos horas y media se aprende muchísimo sobre las costumbres y el orden doméstico, las formas de intercambio afectivo familiar y la cultura general de toda una región, que parece más secular que religiosa. El contexto histórico inicial es el previo a la invasión estadounidense, un poco antes de marzo de 2003, y no faltará algún comentario y una exposición precisa, incluyendo sus consecuencias, acerca de la Guerra del Golfo en 1991. La primera parte culmina ahí y el “guía turístico” es Haidar, el sobrino del director, a quien vemos crecer y cuyo vitalismo y curiosidad constituyen la ubicua dignidad de esta obra maestra de Fahdel.
La invasión quedará en fuera de campo, una elipsis conveniente, y toda la segunda parte se circunscribe a observar estructuralmente los efectos colaterales de la incursión de Bush hijo en esas tierras lejanas y supuestamente pletóricas de armas de destrucción masiva. Resulta revelador cómo desde la presencia estadounidense en adelante toda una forma de vida es arrasada mientras cunde la corrupción, la destrucción de la Historia y sus archivos (incluyendo un instituto de cine y todas sus películas) y la instauración de una especie de Lejano Oeste en el que todos los ciudadanos de un país se ven obligados a llevar armas por su seguridad.
En el desenlace, sucederá algo que sintetiza la abyección de las guerras y el absurdo de la racionalidad que pretende justificar estas empresas “civilizatorias” como un bien para la paz global; impugnación absoluta de un régimen, instante en que, como decía Serge Daney, la película nos mira de frente y por siempre.