Un rico relato repleto de poesía
Las buenas historias pueden brotar de los lugares menos pensados. Alessio Rigo de Righi, joven director nacido en Estados Unidos, criado en Italia y ahora afincado en la Argentina, y su socio italiano, Matteo Zoppis, encontraron una en un pequeño pueblito de las afueras de Roma casi de casualidad: filmando un mediometraje documental sobre la leyenda de una pantera negra que aterrorizaba a un puñado de campesinos entregados al poder de la sugestión, supieron de Mario de Marcella, un ermitaño cuya misteriosa conducta no hizo más que incentivar la imaginación de los habitantes de Pratolongo, cada uno con su propia teoría sobre el origen de este hombre peculiar apodado "Il Solengo" (así se denomina en Italia a un jabalí que elige separarse de su manada).
En el nombre del personaje hay una clave categórica: Marcella no es otra que su madre, una mujer sobre la que los múltiples narradores de la historia (todos hombres; es inevitable pensar que la palabra de algunas mujeres hubiera sumado) van tejiendo especulaciones necesarias para explicar de algún modo un fenómeno que los asombra. Buena parte de esas conjeturas son tan maliciosas como las que fomentaron la caza de brujas, una prueba de que los prejuicios suelen cristalizarse con relativa facilidad.
Pero Il Solengo es ante todo una película sobre la edificación de una mitología, sobre la riqueza de los relatos que la cimentan, más allá de su veracidad o sus sanas o pérfidas intenciones. Su dupla de directores logra armar con astucia y economía de recursos la narración coral que finalmente configura el perfil de Mario, replicando con gracia y soltura la dinámica de cualquier biografía: todos somos, básicamente, aquello que cuentan los demás. Y también se dan tiempo para transformar el entorno donde se mueve el enigmático Mario en un paisaje de ensueño, con un puñado de planos inspirados y apoyados con eficacia por una música muy adecuada.
La austeridad de la puesta en escena funciona como marco ideal para esa maraña de crónicas que en algunos casos suenan verosímiles y en otros completamente apócrifas. Pero se permite despegar y levantar vuelo sobre el final, cuando la cámara se va internando poco a poco en el bosque cerrado de Pratolongo y carga de una poesía inquietante la soledad innegociable de ese hombre que parece venir de otro lugar y otro tiempo, como insinúa su pausada y atrapante letanía en el virtuoso cierre de la película.