La consagración del joven maravilla del cine filipino Sin dudas, la mejor película de todas las que vi de este prolífico e inclasificable joven maravilla del cine filipino. Tras algunas decepciones que me llevé con Now Showing y con algunos films experimentales que se exhibieron en el BAFICI, Independencia me terminó de convencer de que estamos ante un gran director. Esta historia de una familia, ambientada a principios del siglo XIX en plena jungla, y en momentos en que el país está a punto de ser invadido por los norteamericanos, "dialoga" con, por ejemplo, la fábula y las tradiciones del Apichatpong Weerasethakul de Tropical Malady y se asemeja en la utilización de fondos pintados a los frescos históricos de Eric Rohmer), pero Independencia no deja de ser una película única, clásica y moderna a la vez, que remite al cine mudo (mayoría de planos fijos en blanco y negro con saltos de luz y movimientos propios de aquel período silente), aunque al mismo tiempo apela en la mitad a un falso documental de época, incluye una animación fantasmagórica casera o se arriesga sobre el final con destellos de color y de pintura. Una larga secuencia con una tormenta de proporciones "bíblicas" quedará entre lo mejor de su corta pero ya extensa filmografía. La película más "accesible" (si ese término puede usarse en el cine de Martin), más narrativa y mejor producida (contó con financiación francesa y apoyo de todo tipo de festivales y fondos europeos) de un director que, ahora sí, encontró cómo seguir contando la historia de su país de una manera bella y singular.
Rebelde con causa Raya Martin es uno de los realizadores filipinos que con tan solo 26 años más reacciones contrarias ha provocado en los espectadores, atravesando la delgada línea que divide el amor del odio. Independencia (2009) última realización del controversial director, cuyo estreno se realizó en la sección Un Certain Régard del Festival de Cannes 2009, será proyectada junto a una retrospectiva integral de su obra en la Sala Lugones del Teatro San Martín de Buenos Aires. El siglo XX llega a su fin y la invasión de Estados Unidos a Filipinas ya es un hecho. Una madre y su hijo deciden huir en busca de un lugar seguro en la montaña. El tiempo y la vida transcurren y un tercero irrumpirá en sus vidas. Mientras el aislamiento continúa, un hecho inesperado los volverá a poner en contacto con la realidad. Martin confiesa que en su films quiere contar la propia historia del país y como la del cine, concepto que en Independencia queda más que claro ya que ambas propuestas están claramente definidas. Filmada en un rotundo blanco y negro, con claras influencias de la época dorada del cine mudo apoyado con una cámara estática y actuaciones que remiten al neorralismo, el film es una apuesta netamente radical a lo que uno como espectador está acostumbrado a vislumbrar. Un pequeño cuadrado en el medio de una pantalla bordeada de negro será la forma que eligió el realizador para contar la historia. El niño terrible del cine filipino nos presenta un relato abrumador sobre la guerra, aunque no por eso Independencia es una película bélica, sino que va mucho más allá. La invasión es solo una excusa para mostrar la historia de un país y la idiosincrasia de su gente, poniendo en crisis dos términos muy en boga en los últimos tiempos: Invasión e Independencia. Con reminiscencia y confesas influencas del cine de Tarkovsky, Sokurov, Griffith y Murnau, el autor nos presenta una de las obras más originales, radicales y rigurosas del cine contemporáneo capaz de despertar las más dispares reacciones. Tómelo o déjelo pero seguro no le va a resultar indiferente.
El cine como auténtico poema visual La economía de recursos no significa carencia de ideas: Martin hace uso del blanco y negro, el fuera de campo y la solvencia narrativa para su parábola sobre una invasión estadounidense. Tres potencias invasoras, tres momentos de la lucha por la independencia, tres modos de representación cinematográfica, tres películas para recrear cada una de esas instancias. Resuelto a abordar la historia de su país y, al mismo tiempo, la del cine de su país, la trilogía que el nativo de Manila Raya Martin viene llevando adelante desde hace un lustro es, como la simple exposición del proyecto deja ver, de un rigor infrecuente. Ese rigor es más llamativo aún, teniendo en cuenta que en el momento de plantearse esa serie cinematográfica, quien está considerado el nombre más alto del cine filipino tenía tan sólo 20 años. Ambientada en la época de la revuelta contra el dominio español –fines del siglo XX–, Una película corta acerca del Indio Nacional (2005, se proyecta el viernes 2 de julio en la Sala Lugones) adoptaba las formas del cine mudo. Ahora, en Independencia (presentada en Cannes 2009), son tiempos de invasión estadounidense, con lo cual la propia película se acoge al modo de representación que en ese mismo período el cine de Hollywood comenzaba a cristalizar. La trilogía deberá cerrarse con una película aún sin nombre, que dará cuenta de la invasión japonesa durante la Segunda Guerra, a la manera de un film de ese origen. Como corresponde a un film primitivo –aunque la película sea sonora, la estética sigue siendo la del cine mudo–, la historia de Independencia es de una extrema simpleza. Ante la llegada del ejército estadounidense, una mujer mayor y su hijo buscan refugio en la selva, donde poco más tarde el muchacho (arquetípicos, los personajes no tienen nombres) rescatará a una chica violada, con la que terminará constituyendo una nueva familia. Eso sería todo si no fuera que la película está llena –está hecha, se diría– de ecos y resonancias. Ver en este sentido la escena introductoria, en la que la utilización del fuera de campo es –como en el cine primigenio– de una sencillez que no puede sino definirse como exquisita. En el mercado, un grupo de gente oye ruido de bombas. Miran hacia arriba y hacia fuera de cuadro, alguien menciona a los norteamericanos (a quienes nunca se ve) y en la escena siguiente la mujer y su hijo están haciendo sus cosas y partiendo a la selva. “Refugiémonos en la casa del español”, dice la mujer. El comentario admite una lectura literal y también una histórico-alegórica, que es lo que sucede con la película in toto. Filmada en estudio (o en lo que aparenta serlo, al menos) y con cámara fija, las localizaciones se definen de modo tan sintético como la propia historia y los personajes y recursos puestos en narrarla. La selva, exuberante y artificial como en un film de Von Sternberg (la localización recuerda sobre todo a la recientemente recuperada La saga de Anathan), se reduce a dos o tres encuadres. Siempre los mismos. Otro tanto sucede con “el río”, “la choza” y “el claro en la espesura”. El blanco y negro, excelso aporte de la directora de fotografía francesa Jeanne Lapoirie, es tan titilante y modelado como podía serlo en algún film de Murnau, de cuya Tabú parece arrancado el lirismo selvático de este verdadero poema visual. Visual y sinfónico, como en varios fragmentos en los que es la música –el cine mudo, otra vez– la que parecería diseñar la imagen. Los personajes sueñan y sus sueños aparecen en globitos como de historieta. O de Méliès, si se prefiere. De Méliès parece también el color que irrumpe en la última escena, estrictamente pintado a mano. En el mundo del blanco y negro, el color es el mañana: la escena previene, de tal modo, que la tragedia narrada –la de la historia y la de la Historia– se proyectará en el futuro. “Está pasando algo en la selva”, anuncia el protagonista, recordando aquel “hasta la jungla quería verlo muerto”, con que el teniente Willard anticipaba, en Apocalypse Now!, el inminente final de Kurtz. Del mismo modo que lo hace la selva, los mitos de origen resisten al invasor, por su propia existencia. Cierto cocotero mágico al que el protagonista anhela llegar, una bruja de la que se habla, una presencia fantasmal junto al río, la tormenta que se desencadena. El invasor invade la película misma: allí por la mitad del metraje salta el rollo de celuloide y un documental de propaganda estadounidense (inventado por Martin, desde ya) modela la figura del buen salvaje filipino, intentando disimular la muerte de un niño a manos de un soldado. El cine como constructor y deconstructor de ideología: de lo primero se ocupa el ocupante, de lo segundo el resistente. Un resistente llamado, en este caso, Raya Martin.
Una historia de película El filme del filipino Raya Martin rescata la estética de los años ‘30. A lo largo de la historia del cine, la manera más tradicional de tratar temas históricos es y ha sido el realismo en todas sus variantes. Pero el filipino Raya Martin no es un cineasta tradicional. A los 25 años, lleva ya siete películas realizadas, todas ellas diferentes en forma, estilo y duración (todas se pueden ver, desde cortos a largos de más de cuatro horas, en la Retrospectiva Integral que se da en la Sala Lugones del Teatro San Martín) y no es la clase de realizador que optaría por una solución convencional. Así nace Independencia , presentada como segunda parte de una trilogía sobre períodos conflictivos de la historia filipina, todos ellos armados en función de un estilo cinematográfico específico. La primera fue Una película corta acerca de Indio Nacional (centrada en la ocupación española) mientras que Independencia tiene como trasfondo la ocupación estadounidense de fines del siglo XIX y toma como referencia estética los filmes del último período silente y de los años ‘30 de Hollywood. La trama de Independencia es simple, arquetípica. Una madre y su hijo se escapan de la invasión estadounidense y se refugian en medio de la jungla, donde tratan de sobrevivir con muy poco. Allí encontrarán a una mujer, que se convertirá en la esposa del hijo. Tiempo después, la mujer dará a luz un hijo producto de haber sido violada por un soldado estadounidense. En blanco y negro, y con el formato 4:3 (pantalla casi cuadrada) del cine clásico, Martin usa fondos pintados, una jungla construida en estudios, intérpretes que usan un estilo de actuación exagerado y muchas referencias del “cine exótico” de aquellos tiempos. Y es un placer cinematográfico de principio a fin: un filme hecho con inteligencia y sensibilidad, político y humano a la vez, estilizado pero curiosamente real si se lo mira más allá de la apariencia. Si los mitos son mentiras que se convierten en verdades, este filme es pura verdad cinematográfica.
¿Qué es un país? Para encontrar una respuesta a semejante pregunta, Raya Martin propone, con agudeza política y estética, una variedad de ideas cinematográficas. El director moviliza los signos del cine de la primera etapa clásica de Hollywood: formato cuadrado, blanco y negro, iluminación y decorados en estudio. Independencia es la segunda película de una trilogía, iniciada en 2006 con A Short Film About the Indio Nacional, que intenta revivir la traumática Historia de los filipinos a través de los tres períodos de ocupación colonial. La historia del país y la del cine evolucionan en forma paralela de una película a la siguiente. Indio Nacional era muda e invocaba la estética del cine primitivo. Raya Martin considera, al igual que Murnau y Chaplin, que la evolución de las imágenes y sus posibilidades de exploración pasaron a un segundo plano con la llegada del sonido. Por eso, aunque Independencia incorpora la palabra, no le impide al director experimentar con intrusiones de color y sobreimpresiones. La película recupera, a su vez, uno los papeles originales del cine: dar noticias del mundo. Martin no se ajusta a los códigos de una ficción globalizada que hace hincapié en los particularismos locales, sino que formula una ficción nacional que reconoce su frontera como superficie de intercambio. Independencia comienza con un golpe de fusil, la película se abre bajo una señal de agresión. La comunidad se estrecha ante el sonido de una detonación. El país se vincula con la sedimentación de violencias recibidas, la nación se funda y se consolida en la resistencia ante su agresor, Filipinas existe a partir del momento en que debe encontrar soluciones, resistir y luchar colectivamente. Una madre y su hijo se refugian en la selva, reparan una choza abandonada por los españoles y se acostumbran a una vida frugal. Ambos podrían ser parte de un mismo personaje si no fuese por la tensión sexual que se genera en medio de la exuberante naturaleza y que sólo se disuelve cuando aparece en el bosque una joven violada por soldados americanos. La extraña irrumpe en la casa, perturba los vínculos familiares y termina por sustituir a la madre, que cae enferma y es llevada por una noche de tormenta. Tras una profunda elipsis, la joven está embarazada. Ella sucede a la madre y un segundo hijo sucede al primero. El niño es una extensión del colonialismo, no posee la misma sangre que los otros personajes y aporta una nueva dimensión. La selva tiene un papel en la historia de los movimientos de lucha como refugio de resistencia, pero el bosque es también el lugar de los sueños, los mitos y las leyendas. La película intenta desencantar la imagen de la naturaleza como teatro de acontecimientos fantásticos. La selva construida en estudio tiene la capacidad de reconfigurarse moviendo tres árboles del decorado y transmite la idea de una superficie habitable. Martin observa su propio cine, descubre la dinámica entre ficción y realidad, y hace una autopsia lúdica y sincera sobre la realización que se evidencia a través de la evolución de sus materiales. Cada formato utilizado tiene un significado particular. Los falsos noticieros americanos son un dispositivo pertinente para la elipsis. Las burbujas incrustadas en la imagen remiten a la estética del comic. Las repentinas apariciones del color representan el estado de ánimo de los personajes, generan varias capas de sentido e introducen la forma de la tercera parte de la trilogía. El director plantea todo en términos de espacio, cada plano parece tomado desde la misma posición, modificando sólo elementos del decorado. La nación es una matriz espacial que no se desplaza, el país se funde en un plano que superpone vegetación, relieves naturales y construcciones. Las imágenes nos conducen, como un pedazo de ánfora rota, a una civilización antigua. Raya Martín ambiciona compensar los archivos que faltan en su cinematografía, reconstruir la memoria devorada por las llamas, rehacer lo que se perdió y revivir los recuerdos, porque una nación es, en definitiva, la suma de los rastros que conserva.
Lo primero que tengo que decir de Independencia es que llego a ella sin haber visto nada de la anterior obra de Raya Martin, director que según la presentación del ciclo es "autor de una de las filmografías más originales, radicales y rigurosas del cine contemporáneo". Hubo antes de estas proyecciones continuadas de Independencia un ciclo retrospectivo de largos y cortos (no perder de vista que Raya Martin tiene 25 años). Una idea que felizmente la Fundación Cinemateca Argentina comienza a instalar junto con la Asociacion Doc Buenos Aires. (Ya anunciamos la proyección de La danse, el Ballet de la Ópera de París, de Frederick Wiseman.) Con capitales europeos (es coproduccion filipina con Holanda y Francia) la película de Raya Martin es, para el espectador, una experiencia que se presenta como nueva, pese a que gran parte de sus recursos revisitan el catálogo de formas del pasado primigenio: lo mas notorio, cámara fija, blanco y negro, escenarios y telones artificiales, coloreado de fotogramas en alguna escena hacia el final, preeminencia del plano general. (Lamentablemente la copia en dvd de la proyección no le hace mérito a estas intenciones expresivas de la fotografía, que aparece bastante borroneada.) Precedida por Una película corta acerca del Indio Nacional(2005), sobre la invasión española en Filipinas, le seguirá otra sobre la invasion japonesa. Independencia es la segunda parte de una trilogía que promete trabajar sobre la historia de las tres invasiones de las potencias colonizadoras (España, EEUU y Japón) En el prólogo de Independencia, en una fiesta popular un grupo de gente conversa en un mercado, de pronto se escuchan bombas: la invasión está dando comienzo: "Pronto van a llegar" dice uno de ellos. En la siguiente escena, al más puro estilo del modo primitivo, una madre y un hijo huyen a la selva. "Vamos a vivir acá" dice la madre, convirtiéndose en fundadora de una especie de "casta salvaguardada", es el refugio de la naturaleza, omnipresente, ruidosa. Las papas son el alimento "hay que trabajar la tierra", dirá. La choza que se convierte en el hogar había sido dejada por los españoles (remite a esa intencionada trilogia histórica). A esos personajes abandonados a su suerte les queda soñar por la noche, globitos sobre sus cabezas muestran el sueño, la cámara se mueve por única vez buscando el centro de la viñeta. Hasta ahi, los planos se suceden conformando escenas centradas en sí mismas. Animándose también al montaje narrativo, aunque menos evidente. Esa época experimental de fundación del cine de Hollywood. ¿Es Hollywood o lo primitivo lo que busca en el pasado el joven Raya Martin?. También hay lugar para la irrupción del documental, como en "El ciudadano", o como si fuera Mother Dao, esa maravilla de Vincent Monnikedam que trabaja sobre los archivos de los documentales de la dominación holandesa en Indonesia, como si fuera Buñuel en La edad de oro ¿por qué no?: la pedagogía del invasor se basa en que el delito debe ser castigado: el soldado que dispara al niño. Justificado: el niño estaba robando. Hay una edad de oro que busca Independencia: el escape a la selva, sabemos de su inutilidad. No es una película fácil, es lo más nuevo que ofrece el cine contemporáneo y además, es la mirada del oprimido, una mirada apocalíptica, salvaje, virgen, revelada, que puede no tener salida, pero que tiene un simbolismo de abrumadora belleza. Entre estos símbolos, hay dos que son fundamentales: la tormenta central que ocupa varios minutos hacia el final de la película y que opera como la afirmación de que es la naturaleza la que mata, tanto como el hombre, tanto como el extraño. El otro simbolismo: el niño que parece escapar finalmente de los "cazadores", inmediatamente después el cielo se tiñe de rojo.
El nacimiento de una nación ¿Cómo filmar la resistencia y la soberanía? ¿Cómo filmar la vida avasallada por el extranjero, ese invasor multifacético que habla español, inglés y luego japonés? El joven Raya Martin, con sólo 26 años, parece tener una respuesta. En un principio fue su ópera prima, Una película corta sobre el Indio Nacional. En esa ocasión, Martin encaraba otro relato de independencia, en el que el colono español ocupaba el lugar del malvado. Luego hizo un par de películas, y ahora llega Independencia, segunda parte de una trilogía sobre la historia de Filipinas, una obra madura y jovial, moderna y prístina, un filme políticamente lúcido y estéticamente singular, cuyo relato casi familiar y generacional tiene como pesadilla estelar a los estadounidenses. Todo empieza en una fiesta. Los filipinos cantan, bailan, beben, hasta que un sonido interrumpe la alegría colectiva. “¿Son ellos?”. La invasión se avecina, y una madre y su hijo mayor se van a vivir a la jungla. Encontrarán una choza, cultivarán la tierra, quizás el joven cazará. En algún momento, él encontrará una mujer en una de sus expediciones. Ha sido violada por un soldado enemigo. Más tarde, formarán una familia, y tendrán un hijo. ¿De quién es el primogénito? Bastará con observar bien para saber la respuesta. Y algún día, los “hijos” de la nación de Roosevelt, liderados por el general Arthur MacArthur, arrasarán. Ni en la lejanía de una selva existe el sosiego. El procedimiento estético de Martin es genial: adopta la forma cinematográfica del conquistador correspondiente a la época (primera década del siglo pasado), pero en su apropiación inventa una forma que se desmarca del lenguaje del amo. Parece un filme de Murnau o Flaherty, aunque la selva es un estudio. Los sonidos y la luz intensifican los planos fijos predominantes; el artificio de una tormenta simboliza la llegada del ejército enemigo. Así, Martin improvisa y materializa un expresionismo de resistencia. En el artificio descubre su propio lenguaje. En el epílogo, un personaje tomará una decisión inesperada. Lo que el colono no puede administrar es la propia vida. Es un gesto mínimo de autodeterminación. Allí empieza la nación, y quizás la libertad.
Segunda parte de una trilogía sobre la lucha del pueblo filipino contra la colonización, la última producción de Martin se desarrolla durante la ocupación estadounidense de la isla a principios del siglo XX, y expone su postura ideológica en un doble frente, desde dos historias: la política y la cinematográfica (procedimiento al que ya nos tienen acostumbrados algunos de los más destacados cineastas filipinos, incluido Raya Martin). Así, filmada totalmente en estudios y compuesta casi exclusivamente por planos fijos, la puesta de Independencia remite directamente al cine mudo hollywoodense que se producía en la isla durante la guerra. Se trata, en palabras del propio director, de utilizar las armas del enemigo (en este caso, la estética hollywoodense) para subvertirlas desde adentro, usándolas para narrar la lucha de su pueblo contra el opresor. El relato desarrolla las vicisitudes de una madre anciana que huye con su hijo hacia el campo, escapando de la guerra que se desarrolla por la independencia de Filipinas. Lejos de todo contacto con la civilización, los protagonistas se instalan en una pequeña casilla abandonada en medio de la selva, y allí desarrollan sus vidas. Pronto el muchacho encontrará una joven herida y abandonada (aparentemente fue violada por los soldados del ejército ocupante), de la que se hará cargo, marcando la primera gran inflexión narrativa de la película, y el paso hacia una nueva generación... Se trata, en efecto, de una clara alegoría de la lucha de varias generaciones de filipinos en contra de las sucesivas colonizaciones que sufrió la isla a lo largo de su historia (a manos de españoles, estadounidenses y japoneses), en donde la belleza y la voluptuosidad de una selva artificial, acompañada de un blanco y negro casi onírico, ponen al espectador inmediatamente en un espacio-tiempo simbólico, aún a pesar de las claras referencias históricas. Esta convivencia entre el plano simbólico y el tiempo histórico llega a su punto culminante al final de la segunda parte, en la que se desata un diluvio de proporciones casi bíblicas, y cuyos truenos se confunden con bombas que suenan a lo lejos. La devastación posterior, tanto material como moral, ¿fue producto de la gran tormenta? ¿O del paso despiadado del opresor americano? Por otro lado, a pesar de su aparente clasicismo, Independencia no deja de tener algunos aspectos experimentales. Con una belleza que por momentos linda con el surrealismo, la película recurre también a un momento de falso documental que da cuenta, con una mirada irónica, del momento histórico que atravesaba la isla durante esos años (lo que no deja de tener ecos en la actualidad). Escena que remite, por otra arte, a los cortes de noticias (generalmente propaganda política del gobierno de la ocupación) que se proyectaban en las salas filipinas de la época. La escansión que este procedimiento introduce desde lo narrativo y lo formal no es uno de los menores logros de Martin, pero tampoco es el único. En suma, se trata de una propuesta sumamente original, que demuestra una vez más la vitalidad de la que goza el cine filipino actual, lo que venimos comprobando año tras año en nuestro BAFICI.
Territorio en disputa El Cine Teatro Córdoba cerró el pasado fin de semana su mes aniversario con un doble programa de lujo, que incluía uno de los filmes más originales que se verán este año en la ciudad, a saber: Independencia, del filipino Raya Martin. Córdoba se esta volviendo una ciudad cinéfila, donde cada vez se estrenan más películas del cine independiente del mundo, aunque más no sea en sus múltiples salas alternativas. Aún así, Juan Fragueiro (programador del Teatro Córdoba) se preguntaba en la red de redes si la ciudad tiene espectadores culturalmente preparados para apreciar este tipo de cine, a raíz de la escasa asistencia en la primera jornada de proyección (46 espectadores). No se trata de una pregunta retórica, mucho menos cínica, sino de una estricta actualidad, que apunta al hueso del problema: la colonización del gusto y de la cultura por parte del imperialismo norteamericano. ¿Cómo conseguir ampliar la mirada? ¿Hace falta acaso una re-educación cinematográfica para estimular la recepción de ese otro cine? ¿Quién debería proveerla? ¿Cómo lograrla? La única respuesta posible es el cine mismo. Curiosamente, o no, puede decirse también que Independencia aborda precisamente todos estos desvelos, aunque sea indirectamente. Filme de un joven que, con apenas 26 años, es ya un director mimado por los mejores festivales del mundo, Independencia nunca llegó a estrenarse comercialmente en Filipinas, su país de origen, donde existe una industria cinematográfica ancestral, que se remonta a inicios del siglo pasado, aunque dominada casi siempre por los cánones de Hollywood (el interesado puede profundizar en el tema en la edición de Julio de la revista El Amante). La anécdota sirve para darle verdadera dimensión al proyecto cinematográfico de Martin: abordar la historia política y cinematográfica de Filipinas -un país que fue colonizado por España (durante casi 400 años), luego Estados Unidos y Japón- mediante un gesto revulsivo, acaso genial, como es apropiarse en sus obras de las formas cinematográficas del país invasor. El primer ensayo fue Una película corta acerca del Indio Nacional (2005), su ópera prima, donde Martin exploró el cine mudo a través de un relato bien heterogéneo sobre la revuelta contra el dominio español (fines del siglo XX). Y la segunda parte es Independencia (2009), que se mete esta vez con la invasión norteamericana (principios del siglo XX), y adopta consecuentemente las formas del cine de la época en EE.UU. El gesto se complementa con otra decisión igualmente revulsiva de Martin, como es la de apostar por la poesía, la metáfora y la alegoría, incluso por la fábula, para narrar los padecimientos de su pueblo, construyendo así una mirada absolutamente personal, única, con herramientas extranjeras. La historia es mínima, aunque políticamente lúcida: a principios de la invasión norteamericana, una madre y su hijo deciden refugiarse en la selva, para vivir aislados de las inflexiones de la guerra. Allí, encontrarán una choza donde podrán construir un hogar precario, que les servirá para sobrevivir con relativa dignidad hasta que pase el tormento. Con el tiempo, una joven se sumará a sus vidas, y le permitirá al hijo formar una nueva familia cuando su madre fallezca. En algún momento, la presencia del invasor del norte se volverá a sentir cercana, y nuestros protagonistas estarán nuevamente en peligro. Rodada en estudios (como el cine de entonces), con un blanco y negro preciosista, Martin apuesta por intensificar la artificialidad de su puesta en escena: hace notar los fondos pintados, hay personajes demasiado caricaturescos (¿será acaso una sátira?), la selva luce artificial aunque bella. También hay un fino trabajo con la luz (cuya inestabilidad completa la puesta retro) y con el sonido (desde dónde construye la verosimilitud de la puesta en escena, además de remitir con la música al cine mudo). Hay por último una apuesta por el pensamiento mítico y hasta mágico desde el guión, que acaso termine dando su tono de fábula (oscura, casi macabra) a la película, algo que no busca tanto reflejar la idiosincrasia del pueblo filipino, sino que sirve más bien como una forma de resistencia a la imposición simbólica del invasor, un modo de relato que tiene más que ver con las tradiciones de los pueblos originarios. La película toda puede concebirse al fin como una emocionante, poética, forma de resistencia moderna, porque el cine sigue siendo, hoy más que nunca, un territorio en disputa, aún sin triunfador. Por Martín Iparraguirre