Muestrario de semana cinéfila-II
Nicolas Cage enfundado de negro llega a un bar de pueblo de esos que tanto me gustan (un mostrador, dos chicas vestidas de rosa con delantales blancos pero reas que sirven café, el forastero que resalta demasiado). Son los primeros momentos de Infierno al volante, aunque antes se había mostrado que el renegado no venía del pueblo –chico- de al lado sino del infierno verdadero y grande. A los quince minutos está metido en un viaje con la camarera más linda, la que todos queríamos que se lleve, la misma que anda de shorcitos y botas texanas y le rompe la cara a patadas al novio cuando lo encuentra en la cama con otra. Son un buen par, y él tiene ese aire trágico de loser que esta vez se refuerza porque sabemos que en cualquier momento tiene que volver a arder en el infierno: el Contador, el guardián más convencional y más excéntrico (William Fichtner, un tipo de impecable traje que anda arrojando al aire, y a la frente de los malos por ejemplo, que parte en dos, una simple monedita), lo anda buscando. ¿Necesito decir algo más? Infierno al volante es grindhouse menos ostentoso que Machete, y por eso me gustó más (ojo, no voy a hablar mal de Machete pero hay un momento en que la película acumula tanto que se vuelve idiota, como en la espantosa pelea final con Lindsay Lohan vestida de monja y la mar en coche –esos coches que rebotaban y rebotaban y rebotaban hasta que al fin parecían de juguete, ¿se acuerdan?).
Así terminó la noche del jueves pasado en el Abasto. Ese mismo día había empezado la Semana de la crítica en el Cosmos-UBA, una sala que se las trae. Entre el jueves y el domingo se proyectaron las películas que la Fipresci (Federación Internacional de la prensa cinematográfica) eligió como mejores del 2010, entre ellas Excursiones, Los labios y Survival of the dead, la última de Romero, que vi el domingo. Allá fui el viernes a ver una película nueva de Raúl Perrone, Al final la vida sigue, igual, tercera de una trilogía que incluye a Los actos cotidianos que se mostró en el Bafici del año pasado. La sala estaba llena, Perrone estaba contento, y el público se quedó después de la película que fue muy aplaudida para hacer preguntas. Me gusta el Cosmos porque tiene butacas rojas de cuerina, un aire a los cines de antes, y un nombre que se presta para toda clase de invenciones, desde “Me voy al Cosmos” hasta donde la imaginación alcance. La entrada sale 15 pesos y 10 para jubilados y estudiantes. Volviendo a Perrone, me gusta mucho lo que está haciendo en esta trilogía, y el año pasado escribí esto durante el Bafici a propósito de Los actos cotidianos. Mucho más no voy a adelantar porque estamos preparando una entrevista para ¡EEUB! que saldrá en las próximas semanas.
Eso en lo que respecta al cine; después está la tele, en casa (no tengo antena, la uso solamente para ver películas bajadas pero hace poco me reclamaron el aparatito de pasar dvds, con todo derecho porque era prestado, así que no me queda más que verlas en la computadora). Por suerte mi amiguito Schell me consiguió Un conte de Noel en DVD en Cinerama, uno de esos videoclubes que todavía existen, y la vi bastante fragmentada y ahora me da culpa. Ojo, no tiene nada que ver con el aburrimiento: es que tengo que escribir sobre la película y me paraba a cada rato para tomar apuntes en el Word. No hace más de un mes (y esto me da la pauta de una caída a pique en la locura) quise anotar una cosa mientras veía Biutiful (perdón) en el Hoyts y no me quedó otra que recurrir al celular, escribir un mensaje y guardarlo como borrador. Horrible. Para mi cumpleaños quiero una lapicera-crítica con luz, como la que una vez me recordaron que tenía el personaje de Catherine Zeta-Jones en Alta fidelidad (donde interpretaba a una ex novia crítica de cine de John Cusack). Lo que anoté de Biutiful (perdón), porque pensé en ese momento que resumía toda la película, es una cosa que el personaje de Bardem le dice a su mujer que es bipolar. Ella, en un momento casi feliz (con la poca felicidad sucia y retorcida que puede haber en el mundo espantoso de Iñárritu) le dice al marido que mire las estrellas, y él le contesta: “Mi amor, eso que ves ahí no son estrellas, es tu sistema nervioso”. Ese es el grado de hijoputez de Iñárritu: no dejar que nadie levante la cabeza, no dejar que nadie flashee, tirarle un toscazo a la chica por la cabeza en su momento bello.
El encargado de arrojar la piedra es Uxbal (sí sí, así se llama Bardem en Biutiful), que en el mismo día se entera de que tiene un cáncer terminal, va preso, después le tira esa mala onda a su mujer, y a continuación de la frase asquerosa mata entre veinticinco y treinta chinos sin querer, porque les regala como acto de caridad una estufas que, ¡oh resulta que estaban falladas! Meado por los elefantes, en ese mundo-Iñárritu pringoso que está lleno de planos de pis con sangre sobre un inodoro blanco, de cadáveres embalsamados que alguien manosea, de Bardem en pañales. Si Iñárritu fuera más sincero haría cosas como The human centipede o algo por el estilo, pero encima es idiota y se pretende político. Lo menos. Un conte de Noel, en cambio, es una película que también trabaja con el cáncer pero desde un lugar totalmente distinto: con dolor (y no solamente con “impresión”, porque Iñárritu está fascinado con los cadáveres y el cuerpo pero como un chico, con curiosidad fría). Los momentos en que un médico punza en el pecho al personaje de Catherine Deneuve para extraer una muestra de médula son físicamente intolerables, y el hospital está teñido de terror porque Desplechin lo filma como si fuera el Nosferatu de Murnau. Y la familia de Un conte de Noel es tan maravillosamente detestable-pero-no como los personajes de Apatow en Funny people, otra de enfermedades, otra que se anima a apostar a esa risa desesperada, amarga pero luchadora, que le escamotea dolor a la muerte.
Ouch, otra vez me extendí y no llego a contarles cosas sobre cineclubes (la culpa es de ese Iñárritu). Quedará para mañana, mientras espero el estreno de Battle: Los Angeles con muchas ganas (cada vez me crece más el sci-fi en el corazoncito; el solo hecho de que se haga ficción de la ciencia, que es lo que en un principio no se puede, me parece una bravuconada hermosa).