Ensayo sobre el peso de la ausencia
El logotipo de El Calefón Cine en los títulos de apertura anticipa una nueva producción llegada de tierras cordobesas, que de un tiempo a esta parte se han convertido en un polo de creatividad cinematográfica nada desdeñable. El nombre del joven realizador Nadir Medina (nació en 1989), por otro lado, trae el recuerdo de la conflictiva relación entre los integrantes del trío de personajes de su ópera prima, El espacio entre los dos (2012), todos ellos integrantes de una banda de rock. Para su segundo largometraje, Medina también hace uso del número tres como punto de partida del relato, aunque aquí uno de los vértices permanece todo el tiempo en escena a partir, paradójicamente, de su ausencia, de su desaparición física. La primera secuencia de Instrucciones para flotar un muerto echa mano a un recurso onírico: de noche, un hombre joven camina por las calles del centro cordobés con una soga anudada al cuello; en el otro extremo permanece atado un muerto, imposiblemente flotante, imagen poética que anticipa tanto la dureza del duelo como la imposibilidad de quitarse de encima el peso de la memoria.
Jesi (Jazmín Stuart) camina los pasillos del aeropuerto antes de encontrarse con Pablo. Ella se fue a España “cuando se armó todo el quilombo” (referencia indirecta a la crisis de 2001) y ahora vuelve de visita por primera vez en mucho tiempo. Uno de sus grandes amigos, Pablo (Santiago San Paulo), se quedó en Córdoba, como también lo hizo Martín, la tercera pata de una pandilla que –una serie de diálogos así lo indica– parecía inseparable. Pablo y Martín, además, fueron pareja hasta la muerte del segundo, hace muy poco tiempo. Muerte inexplicable y nunca explicada: una de las marcas de la película es el trabajo con aquello que no se dice pero se sugiere, se deduce. En una extensa escena durante esa primera noche, Jesi confiesa miedos, angustias e indefiniciones. Los reproches llegarán algunas horas más tarde, como así también el reencuentro con viejas amistades que, paso del tiempo mediante, se asemejan demasiado a un grupo de desconocidos. La melancolía es, también, una de las texturas con las cuales están hechas las formas de los dos protagonistas; una melancolía precoz y, precisamente por eso, más dolorosa.
Film pequeño y breve, conscientemente de cámara, felizmente desanclado de la indagación psicológica de manual, la intensidad de ciertos momentos puede sentirse un tanto sobreescrita, como esa innecesaria repetición de la imagen del comienzo luego de una de las instancias más emotivas de la historia: la lectura de un poema que recrea esa misma situación, una bella descripción de las consecuencias que la desaparición de alguien cercano suele imponer. En otros momentos, tal vez los menos potentes en términos dramáticos convencionales, Medina encuentra la forma de transmitir el anhelo de los personajes, un anhelo sin nombre ni forma marcado por algo parecido a una indefinida insatisfacción. Los planos de las habitaciones y pasillos vacíos del departamento, estilizados por un ligero movimiento de cámara y un sonido ambiente expresivo –casi expresionista– también hablan, sin decir una palabra, de ese implacable peso muerto llamado ausencia.