Tras lo no dicho
La segunda película del realizador Nadir Medina (El espacio entre los dos, 2012), Instrucciones para flotar un muerto (2018) es una profunda reflexión sobre los vínculos y sus tensiones a partir de aquello que se omite, o se prefiere obviar, y sobre cómo la dilatación de lo no dicho impacta directamente en ellos.
Una mujer que regresa a Argentina después de mucho tiempo (Jazmín Stuart), un que hombre debe recibirla en el aeropuerto pero que prefiere no hacerlo (Santiago San Paulo), y en el medio de ellos una ausencia que agobia, opresiva, que apela a un relacionamiento distante y sin la intensidad de otros tiempos.
En esa vuelta, Jesi busca explicaciones sobre aquel o aquello que no está, parte de sí misma que en su ausencia dejó de existir, pero también intentará averiguar sobre el propio tiempo que se ausentó y sobre la manera más adecuada de acercarse a Pablo, desconociendo que la tensión latente entre ellos guiará su estadía.
En la constante tensión que se construye, hay una capa de sentido que impregna toda la narración, y que salpica a los personajes, buceando en la naturaleza de ambos, y en las profundas y dolorosas transformaciones que atravesaron claves para acompañarlos en su dolor. En este punto está la clave de la generación del impulso y el tempo del relato y de la historia.
Si Medina en su anterior propuesta proponía una mirada mucho más lúdica relacionada a buscar un estilo naturalista y con poco margen para la estructuración, en Instrucciones para flotar un muerto avanza con su cámara e historia con sólida madurez, prefiriendo ubicar la acción en el centro de los dos protagonistas, el fuera de campo, y el espacio que por unos días los reunirá.
A una cuidada producción, con una locación central que reúne y expulsa a Jesi y Pablo, con la revelación de una Córdoba urbana en la que se evitan lugares comunes, se le suma una intencionalidad manifiesta por que la cámara muestre mucho más allá que aquello que se encuadra.
Así, la historia revela lentamente índices en la materialidad de los objetos, en pequeños gestos y momentos claves, en elecciones sobre qué tomar, o en escuchar mensajes viejos de contestadores automáticos, a los se le suman algunas secuencias oníricas, emparentadas con un realismo mágico en el que las instrucciones, las ausencias, y lo no dicho emerge de una manera visual atrapante, novedosa, disruptiva.
Jazmín Stuart compone a esa mujer que regresa transformada y que se volverá a mutar, pero que insiste en saber detalles de una ausencia que incomoda y que la interpela de una manera única. Santiago San Paulo la acompaña con un peso específico único, y en la interacción entre ambos se configura un universo plagado de fantasmas, miedos, rencores y recuerdos sobre algo que no volverá a ser, nunca, como fue anteriormente.
El guion busca efectivizar aquello que atraviesan, y, hábilmente, prepara el campo de batalla para que el choque que se espera, esa eclosión inevitable, para un lado o para otro, termine de acercar una distancia que a ambos les duele, los lastima y los convierte en aquello que no desean ser pero serán.