Buen documental para el pueblo cinéfilo
Si en la comedia mexicana «Cinco días sin Nora» causaba gracia ver a un joven indígena convertido en rabino celoso de las tradiciones judías, en este documental filmado en hogares, calles y sinagogas de Argentina e Israel ya los conversos de distintas razas, incluso las llamadas originarias, no causan gracia, sino admiración y perplejidad.
¿Por qué alguien quiere entrar a donde nadie lo llama y pocos lo aceptan? ¿Por qué alejarse de los suyos, y arriesgarse a la burla y el desprecio? ¿Por qué empeñarse en aprender un idioma trabajoso, cambiar radicalmente la forma de vida, memorizar los 613 preceptos de la Torah (si ni siquiera recordamos las Veinte Verdades Peronistas), y cumplir fielmente diversos rituales cotidianos, tratando de hacer santas las cosas comunes? ¿Por qué además soportar, si es varón, cierta exigencia ineludible, por más que le digan que no duele?
Simplemente, porque quien hace todo esto siente que encontró su paz espiritual y su fe definitiva. Si busca, quizá también pueda hallarlas en otra religión, pero, bueno, le atrajo ésta, le fascinó, quiso merecerla, y aquí vemos su empeño y su alegría. Matilde Michanié, buena documentalista, se dirige a dos públicos: el goim que ignora estos asuntos y sigue cada escena con creciente intriga, y el judío nato que desconoce la sincera devoción de esa gente, desconfía de ella, y a veces la desprecia. Al respecto, no está mal recordar, y la película lo hace, que en Argentina los matrimonios mixtos sufrieron la terminante prohibición rabínica desde 1920 hasta que el memorable Marshall Meyer impuso algo de sentido común en los 60 (y no estaría mal hacer, alguna vez, un documental sobre Meyer acá y en los EE.UU.).
Por eso la película expone el sentimiento de varias personas, y también el pensamiento de rabinos ortodoxos, conservadores, y reformistas, que casi nunca estarán de acuerdo. «Nunca entendí esto de dos judíos, tres ideas», comenta con optimismo de recién converso un beatífico rabino que empezó siendo hermano salesiano, luego se hizo cura benedictino en Entre Ríos, y allí, en vez de fabricar licores o jalea real como los demás benedictinos de la Abadía de Victoria, se metió en la biblioteca, se puso a leer, y se fue hasta Jerusalen a seguir leyendo.
Para mayor claridad, la exposición está organizada en capítulos temáticos, cada uno con un epígrafe del Viejo Testamento. Y para mayor facilidad, los 613 mitzvot son reducidos a uno por un buen reformista que delante de la cámara dice, simplemente, «Lo que no quieras para ti, no se lo hagas a otro. Esa es toda la Torah. El resto son comentarios». Hace añares, otro de Galilea redujo a dos los Diez Mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios por sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo». Facilísimo. Pero tampoco le hicieron demasiado caso.