Koan: La trama sensorial Koan es una ópera prima de la montajista Karina Kracoff y Osvaldo Ponce, director de fotografía, que logra amalgamar estas dos áreas cinematográficas y de esa unión crear un universo onírico que invita al espectador a sumergirse en un viaje no iniciático, sino de transformación espiritual. La poesía y el manejo de la luz definen el tono de este film en el que las palabras se vacían del significado para cobrar un sentido poético y enriquecer la experiencia en las imágenes del Bolsón, espacio geográfico y simbólico donde se desarrolla la historia. La transmutación como uno de los estadios de la apertura de conciencia es una de las ideas que ya aparecían en el cortometraje de Hay una vez -2012-, donde un papiro, dentro de una botella en el mar, al desenrollarse se vuelve hombre, y ese hombre se deja llevar en el viaje de la percepción a la aventura de descubrir el mundo que lo rodea. El mismo viaje de la percepción se propone esta ópera prima, Koan, donde las máscaras de la representación se resquebrajan para que emerja la poética y la trama sensorial se disipe en sonidos e imágenes, en consonancia con los estados oníricos y suprasensoriales del protagonista. El hombre cuenta con el don de la sanación, pero atraviesa una crisis al conocer su límite cuando una de sus visitantes, llamada Minervina, aquejada por una extraña enfermedad en la que pierde la fortaleza de sus miembros inexplicable y progresivamente, le devuelve el reflejo de su propio ego omnipotente, derrotado por la falta de efecto de su empatía para con ella. Como expresa la idea de un Koan (filosofía Zen), es decir un planteo o problema que el maestro le deja al alumno para que éste se despoje del ego y la racionalidad para llegar a su resolución a partir de la apertura de su percepción, en el caso particular de este film la idea se resignifica desde las limitaciones del protagonista para comprender el padecimiento ajeno, conflicto que no podrá resolver sin quitarse el peso del rol de sanador. La agonía del movimiento lucha en silencio mientras la noche deja que la luna llore su dolor. La película abre entonces la puerta al interrogante de hasta dónde la percepción del otro no es una construcción de la propia subjetividad y en eso entran a tallar los efectos de un lenguaje conectado con el inconsciente, tal vez la poesía, elemento que el recurso sonoro de la imagen utiliza no pegado a la palabra sino en un plano diferente como si se tratase de la comunicación extra sensorial: los personajes hablan en un plano visual pero sus labios permanecen inmutables desde otro plano superpuesto. Las palabras entregan el significado y vuelan igual que los silencios. Lograr este efecto en el espectador y proponerle la experiencia del corte con la linealidad, una ruptura consciente entre el tiempo de la imagen y la imagen en el tiempo supone un verdadero desafío en términos narrativos, que los realizadores superan al fijar un punto de vista, el del protagonista encarnado por el actor Claudio Giovannoni, quien aporta desde su minimalismo gestual otro tipo de sensibilidad al relato. Así la cueva es un vientre donde emerge el hombre que descubre su propia máscara en el ego y emprende la travesía del abandono y el despojo para hacerse uno con todos en la trama sensorial.
Liberando la razón Difícil tarea la de definir una película tan simple como Koan. Vale aclarar: muy simple su historia y de narrativa cansina pero siempre presentando momentos pretendidamente profundos. Empecemos por el principio. Se nos señala que “Un Koan en la tradición Zen, es un problema que el maestro plantea al discípulo para comprobar su progreso. El alumno debe desligarse del pensamiento racional y aumentar su nivel de conciencia para intuir lo que en realidad le está preguntando el maestro”. Debido a esta filosofía, toda la trama se va a desarrollar en bellos paisajes del sur de nuestro país (Lago Pueblo de la provincia de Chubut, para ser mas precisos) y un puñado de personajes motorizará con pocas palabras (porque en general en toda la anécdota se esgrimen poquísimas palabras) una historia de frustraciones y aprendizajes mutuos entre un maestro y sus discípulos que por separado, acuden a él buscando algo similar a una cura. Lao es una maestro sanador, Olkar un fotógrafo que acude a él para ahondando en su espíritu, poder “escuchar la imaginación del universo y hacerla imagen” y Minervina, una joven que busca en el maestro una cura para su enfermedad de nacimiento (la cual le trae problemas psicomotrices como por ejemplo la incapacidad parcial, de poder caminar). Olkar se verá muy sorprendido cuando al conocer al maestro, vea que físicamente es su doble idéntico, a pesar de no tener ningún lazo sanguíneo con él. El conflicto está en manos de esta tríada que se ve en falta al no poder conseguir lo que fueron a buscar ni lo que están preparados para dar. Asimismo, el enriquecimiento colectivo estará en la búsqueda introspectiva que comulgando entre congéneres se volverá propensa para dar sus frutos. “Escuchar la imaginación del universo y hacerla imagen” es el objetivo espiritual de Olkar y de algún modo, el subtítulo que se posa sobre la película. De alguna manera, ambos resultan extremadamente pretenciosos, quedándose cortos, fallando en el intento. La obra intenta ser introspectiva y llamar a la reflexión del espectador apelando a su más íntima y despojada sensibilidad pero siempre fuera de foco, se pierde en la búsqueda que propone, disipando el interés de la audiencia en cada toma. El paso cansino de la narrativa desnaturaliza en algún modo la relajación espiritual que el contexto pareciera querer propiciar. Las transiciones son lentas y el relato estanco, debido a la elección del tipo de planos, cortos en general. Las pobres actuaciones no colaboran, desnaturalizando los de por sí ya simples y adecuados diálogos. Ni siquiera la belleza de las locaciones se puede destacar demasiado, subsumida a una fotografía que apenas la sabe aprovechar en un par de oportunidades. El asunto total aparenta ser insustancial y se vuelve algo denso, incluso en sus breves 69 minutos de duración. Resulta antipático el lugar de criticar con dureza a una bienintencionada película que se jacta por ser de “autor” (o dupla autoral en este caso) arriesgada, desafiante y para nada convencional. Por eso personalizo y relativizo mi opinión: no me he sentido motivado para recoger el guante que Koan me ofreció, sintiendo que estuvo lejos de (como puntualiza en uno de sus diálogos) estimular el surgimiento de"el idioma del inconsciente". Cada espectador verá, como se siente con el dialecto que habla la película en sí.
El poder sanador del cine Koan (2015), ópera prima de los directores Karina Kracoff y Osvaldo Ponce, es una interesante película donde cada elección estética y, especialmente de la música o el sonido, se convierten fundamentales para el desarrollo del argumento. Lao vive en El Bolsón, un sanador que se encuentra en una encrucijada cuando toma conciencia de que sus poderes no son suficientes para curar a Minervina, una vecina víctima de una enfermedad degenerativa. Todo cambia cuando Lao recibe la visita de Olkar un fotógrafo español que es idéntico a él. De la unión de estos dos nacerá una solución para calmar la dolencia de Minervina. Todo en Koan va en un solo sentido: transmitir la espiritualidad que los directores consiguen a través de varias elecciones estéticas pero sobre todo formales como la elección del protagonista, el uso del paisaje y la música. Claudio Giovannoni es el encargado de interpretar a los protagonistas masculinos y logra transmitir esa dualidad que permite demostrar las distintas habilidades que desarrolla el actor a través de la película. Otro punto a destacar es el paisaje que es tratado como un personaje más. Los escenarios naturales desbordan la lente y transmiten una tranquilidad que además de la música sólo el cine puede lograr. Los directores no escatiman tiempo y los planos a veces demasiado largos van en esa dirección. El último punto y por eso no menos importante, es el uso de la música. En palabras de Michele Chion, teórico e investigador de la dimensión acústica en el cine, la banda de sonido co-irriga y co-ordena una escena. La primera de estas categorías se refiere a dotar de sentido a la escena y co-ordena a la misma porque la música realza el sentimiento que los directores desean que tengamos al ver la película. La banda de sonido a cargo de Bosques es fundamental en y sin ella el resultado final hubiera sido muy diferente. Es en el final del film donde se explota muy bien el uso de la música y sólo queda un poco opacada cuando un personaje secundario sobre explica el destino de Lao. A pesar de esto último, Koan es una película muy interesante que se presenta como un ejercicio visual y sonoro para transmitir la idea de la dupla de directores. El resultado está a la vista.
Koan se estrena hoy y es la ópera prima dirigida por Osvaldo Ponce y Karina Kracoff. Lao y Olkar son iguales en apariencia. Pero no son hermanos ni tienen relación familiar alguna. Uno es un sanador que vive en la Patagonia. Olkar es un fotógrafo de extensa carrera que vive en Buenos Aires. La aparición de una mujer con una enfermedad de nacimiento a la que no puede curar y el encuentro entre dos desconocidos idénticos dan vida a un relato extraño, que juega mucho con lo onírico y lo mágico, poético y sutil. Un Koan es un problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos, algo que a veces puede parece absurdo, banal, ilógico pero permite al alumno desligarse del pensamiento racional, de preconceptos, de prejuicios. Y con la película pasa lo mismo. Los realizadores invitan a disfrutar de una experiencia más sensorial que lógica. La historia de un sanador que por primera vez falla como tal es una excusa para adentrarse en diferentes terrenos. La figura del doble, claro, también está presente, y de esa unión surgirá una idea para lograr lo ¿imposible? Claudio Giovannoni, como el sanador y el fotógrafo, entrega un protagónico correcto al igual que el resto del elenco. La fotografía, con bellos paisajes como marcos, y la música, que le imprime más psicodelia al relato, son dos atractivos plus. Su punto más bajo es quizás el nivel narrativo, especialmente en la primera parte de un film que dura apenas poco más de una hora, donde los ritmos lentos no nos ayudan a ver hacia dónde quiere ir. Y su punto más alto el final a toda música, más allá de una resolución subrayada innecesariamente. Koan es un film extraño, hipnótico, potente y luminoso. Se nota lo experimental, pero es un ejercicio visual valiente.
Entre lo onírico y lo mágico, un riesgo de resultado sorprendente y extraño.
Misticismo, conciencia, naturaleza, búsqueda, maestro, discípulo, esperanza. Son algunos de los términos fundamentales para adentrarse en el universo de Koan, reciente y muy intrigante producción nacional. Por un lado tenemos a Lao (Claudio Giovannoni), un sanador que reside en el sur argentino. Por otro lado está Olkar (también encarnado por Giovannoni), un obsesivo fotógrafo español ahora en Buenos Aires, que viaja a esa parte del país para capturar imágenes de fuerte impacto emocional. Aunque ninguno de los dos tiene parentesco sanguíneo ni se conocen mutuamente, Lao y Olkar son fáciles de confundir. Y no pasará mucho tiempo para que se produzca el encuentro entre ambos; un encuentro que será crucial para la vida de Minervina, una muchacha con una enfermedad aparentemente incurable hasta para Lao. La película fue filmada mayormente en la Patagonia, pero Osvaldo Ponce y Karina Kracoff aprovechan los paisajes respetando la esencia de una premisa anticonvencional, sin caer en postales turísticas. El guión deja un poco de lado la narración clásica y el aspecto visual acapara la atención, de manera que el público pueda ser transportado a una experiencia que incluye momentos oníricos. La cuidada y muy pensada puesta de cámara y la iluminación (Ponce es también el director de fotografía), más la música de Bosques, contribuyen a generar un clima especial. Además, los directores, a través del personaje de Olkar, también reflexionan sobre la fotografía, la luz, la imagen. También aparece el tema del doble, explorado tantas veces desde el cine mudo en films como El Estudiante de Praga y, recientemente, en El Hombre Duplicado, de Denis Villeneuve. Por supuesto, aquí no hay connotaciones siniestras sino que se apuesta más a lo positivo de la unión de estos Otros Yo. Claudio Giovannoni se destaca en ambos roles, haciendo creíbles al curandero y al fotógrafo. Las escenas entre ambos personajes son los puntos más interesantes de la historia. El resto del elenco está compuesto por actores como Coni Marino y Toti Glusman y caras menos conocidas pero funcionales al resultado final. Con un extenso recorrido por festivales, Koan propone algo distinto al cine que se pueden encontrar en cartel actualmente (nacional y extranjero), apostando a la contemplación, a la ensoñación, a la reflexión, y no a los trazos gruesos ni a los golpes de efecto. Una película para descubrir y dejarse llevar.
Mistificame Koan la hace fácil. O difícil, según se mire. Fácil, porque haciendo de lo místico, lo introspectivo y lo espiritual su núcleo duro, en verdad aquel espectador que no ingrese en sus códigos no podrá relativizar fácilmente lo que acaba de ver. Es que ¿cuánto podemos juzgar de una serie de elemento icónicos que se nos disponen de manera tan críptica? ¿Acaso no es una forma un tanto imperativa de instalar su verdad cinematográfica? Creer o reventar, de eso tal vez se trate. Pero también es difícil lo de Koan, porque aquellos elementos no fluyen de manera aceitada, el relato se vuelve tedioso y su transitar, más allá de sus escasos 69 minutos, se hace decididamente tortuoso. Es difícil, decíamos, para el espectador. Pero hay más de esta dicotomía entre facilidad y dificultad que propone la película de Osvaldo Ponce y Karina Kracoff. Más allá del poder de lo simbólico que imponen los realizadores, cuando uno logra quitar esas capas de textura sensorial, se encuentra con que en el medio, en el hueso, hay más bien poco. Un fotógrafo viaja y se cruza en un pueblo con una especie de curandero: ambos son iguales, tanto que los interpreta el mismo actor. El conflicto se da entre la búsqueda interior del fotógrafo y la frustración del curandero, quien por primera vez no puede sanar a un enfermo. Sin demasiados diálogos, con una predilección por las imágenes con cierta poética, la película habla en definitiva del dejarse ir, del abandonar posturas y abrirse a lo desconocido. No deja de ser un conflicto universal, ya transitado en el cine, pero contado de una forma demasiado intrincada, como si diera vergüenza lo simple. Pero lo que no pueden los realizadores es darle sustancia a su búsqueda. Las imágenes no logran las dimensiones buscadas, la parquedad de los diálogos y lo corporal no encuentra en las actuaciones un canal comunicativo adecuado, y la película se termina diluyendo en el aburrimiento más absoluto. Sólo queda esa prepotencia de lo intrincado como modo evasivo. A lo sumo la falta final de pretensiones hace que Koan no termine ingresando al panteón de lo bochornoso. Apenas un fallido viaje a lo sensorial.
DESAFÍOS DEL (NO) SER Él cierra los ojos y se acurruca sobre sí mismo en la cama. De repente, vuelve a abrirlos como si estuviera al acecho y, segundos más tarde, sube corriendo la escalera. La cámara imita el trajín de los pies para dar los siguientes pasos y, aunque sólo hay una ventana en el extremo, su marcha no se detiene. Él salta pero la luz que lo engulle, lo devuelve hacia una suerte de túnel en la cueva a la que acude asiduamente para fortalecer su espíritu. Este juego de simbologías, de luces y sombras (del día y la noche), de las oposiciones y de desfasajes entre imagen y concepto son sólo algunos de los elementos de los que se valen los directores Osvaldo Ponce y Karina Kracoff para realizar su ópera prima. Koan puede dividirse en dos grandes universos: por un lado, la idea del ser; por otro, la del hacer, ambos interconectados en una red de significados y complejidades. El primer aspecto, en realidad, está trabajado desde su opuesto, es decir, del no ser a través de dos puntos esenciales como son el concepto del doble y de la máscara. Lao y Olkar son idénticos, no saben de la existencia del otro y no mantienen ningún lazo de parentesco. Aún así se reconocen como uno y lo mismo desde su primer encuentro, como si se tratase del inconsciente exteriorizado. En consecuencia, la duplicidad no opera como algo aterrador como puede ser la pérdida de la singularidad, sino desde una óptica de la naturalización, como otra lectura de la desviación entre imagen y concepto. La máscara no hace más que reforzar esa idea: ambos la perciben en su totalidad (lado interno y externo) como aquello que favorece a la pérdida del gesto, es decir, borra la individualidad pero, además, apela a lo interior, a las emociones, los pensamientos, al inconsciente. El no ser implica la complejidad del ser humano pero también, a ese hombre en relación consigo mismo y con el afuera. El primer contacto entre un aspecto y el otro se puede pensar en la escena en la que Olkar halla la cueva donde medita Lao. Allí, los directores producen un juego desde el punto de vista del espectador (cuando mira a Olkar mientras saca fotos sin parar y en todas direcciones) y desde la óptica del protagonista (se pone en primer plano aquello que Olkar ve, como si la cámara cinematográfica se asemejara al visor de la de fotos). De todas maneras, la relación entre el ser y el hacer se transforma durante toda la película en oposiciones, convergencias o complementariedades, entre otros. El funcionamiento del hacer se percibe desde la prueba entre maestro y discípulo (derivado de la traducción zen de Koan) y del problema de la enfermedad de Minervina. Si antes se trataba de borrar lo propio, acá el principio es la mutación: Lao, a pesar de tener el don de la sanación no puede curar a Minervina, Olkar detiene su camino aventurero para ser soporte de Lao, la joven cada vez tiene menos movilidad. El aprendizaje, tan determinado al comienzo se torna borroso en ese uno y lo mismo. Pero esto no sólo ocurre con el desafío. En este punto, la película se vuelve algo difusa, como brumosa ya no vinculada con el desvío entre imagen y concepto o al uso de las simbologías, sino más bien ligada a cierta confusión tanto por la abundante imbricación de ese no ser como por la introducción de los personajes femeninos, que revuelven su sistema. Así como él es engullido por la luz, también se deja devorar por las sombras. El extremo tiene sus encantos, el uno y lo mismo, a veces, también. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
Aquellos que atraviesan el umbral del cielo, no son seres carentes de pasiones o que se han sometido a las pasiones, sino quienes las han cultivado y las han comprendido. William Blake (Inglaterra 1757-1827) Pintor, grabador y poeta. Koan es una propuesta por momentos onírica, sanadora, una especie de viaje iniciático de singular belleza. Buenas actuaciones y una bella fotografía son dos de sus características. Un film inusual, con una apuesta radical a un universo cuya mayor necesidad radica en la necesidad de dar cuenta del idioma del inconsciente. Es decir, cuando decimos lo primero que pensamos. Sin que eso sea, por ende, tamizado por la racionalidad. Pero quizá lo más relevante es que habla del poder del amor. Para comenzar podemos decir, que no es una mera referencia el texto que aparece una y otra vez… de los Poemas de Blake, ya que estos escaparon de hecho a cualquier crítica lógica. Quien … a los 4 años decía, que Dios se había asomado por la ventana de su dormitorio y años después que había sido testigo del funeral de un hada, cuyo cuerpo yacía en un pétalo de rosa. Por lo que el poeta asignaba a sus visiones la misma fe que la mayoría de los hombres podían asignar a lo que tenían frente de sus ojos. Sin dobles, ni impostores, ni imitadores el film presenta a dos hombres iguales físicamente: una especie de monje con la capacidad de curar, es decir un sanador, y un fotógrafo español que viene -a ese espacio bucólico representado por la zona del Bolsón y el Lago Puelo-, con el deseo de escuchar la imaginación del universo para hacerla imagen. Sabemos que en el folclore popular y en la literatura es recurrente la idea de que tenemos un doble, una persona con nuestra misma apariencia, que nos persigue en la sombra, que puede complementarnos o atormentarnos. Del Anfitrión de Plauto, pasando por algunos relatos y novelas de Edgar Allan Poe, Julio Cortázar o José Saramago, la creencia de que existe en el mundo alguien igual que nosotros nos genera tanto miedo, como curiosidad. Pero este no es el caso de este encuentro, de estos dos hombres. Lo que les va a permitir este hecho, es en todo caso reencontrarse a sí mismos. Y para esto deberán renunciar a ciertos cuestiones. Koan es, en la tradición Zen, un problema que el maestro plantea al alumno para constatar sus progresos, quien para resolverlo debe apartarse del pensamiento racional, y penetrar en otro nivel de conciencia, que se aleja del sentido literal de las palabras. Es decir de la relación entre el significado y el significante que caracteriza a la lengua. Allí las respuestas pueden ser orales, gestuales, o en ocasiones determinadas acciones. Y eso es lo que intenta hacer Lao, el sanador, ya que de su encuentro con Olkar va a surgir una nueva idea para curar a Minervina, una joven, cuya enfermedad de nacimiento le impide caminar. Lo cual nos habla del poder del amor para sanar. Un film para reflexionar desde su cita inicial: Un día de viento, dos monjes discutían acerca de el ondear de una bandera.?El primero dijo: “Yo digo que la bandera se mueve, no el viento”. El segundo dijo: “Yo digo que el viento se mueve, no la bandera”.?Un tercer monje pasó por ahi y dijo: “El viento no se mueve. La bandera no se mueve. Sus mentes se mueven” La cual remite a principios del Budismo, que es sin duda otro modo de ver, y estar en el mundo.