Al principio se escucha un testimonio en off que dice “Colón trajo la esclavitud y la viruela”. Se podría agregar que también aportó la presencia de uno de los tantos salvajes disfrazados de conquistador. Eduardo Galeano dice al respecto en su ensayo El descubrimiento que todavía no fue: España y América: “Hacía cuatro años que Cristóbal Colón había pisado por primera vez las playas de América, cuando su hermano Bartolomé inauguró el quemadero de Haití. Seis indios condenados por sacrilegio, ardieron en la pira. Los indios habían cometido sacrilegio porque habían enterrado unas estampitas de Jesucristo y la Virgen. Pero ellos las habían enterrado para que estos nuevos dioses hicieran más fecunda la siembra del maíz, y no tenían la menor idea de culpa por tan mortal agravio.” Se trata de uno de los tantos episodios silenciados por la historia oficial y el comienzo inevitable de una empresa de progresiva destrucción que azotó al continente. Haití, no obstante, fue el primer país en abolir la esclavitud, pero eso no lo liberó de una nueva conquista por parte de países poderosos para transformarlo en el más pobre. Pero una cosa son las palabras y otra muy diferente es verlo. Allí es donde aparece la labor del documentalista.
Kombit significa trabajo solidario, algo así como “hacer algo juntos”. Es la expresión que se utiliza para describir la forma en que los trabajadores de las cosechas de arroz se organizaron para resistir a las políticas buitres del estado cuando se decidió permitir el ingreso de EE.UU al mercado y alterar la producción campesina de manera desleal y hasta criminal. Es un proceso que Garisto no sigue de manera convencional ni intrusivamente. Por el contrario, les cede la voz a los protagonistas y en todo caso serán las imágenes las que den cuenta de la desigualdad reinante. Hay por lo menos tres niveles de enunciación en la película (de corta duración pero de justa aparición). El primero es verbal y lo componen los relatos y la mirada a cámara de una historiadora, un trabajador que se ha convertido en el principal impulsor de la comunidad campesina, y otros especialistas. Es importante señalar que nunca el documental se extravía en el terreno fácil del informe televisivo ya que evita cualquier intervención de música funcional propensa a la victimización. Las mismas aserciones se defienden por sí mismas y son elocuentes a la hora de argumentar. No hay margen de duda sobre quiénes son las víctimas aquí: gente inocente, olvidada por dictadores de turno que propician el trabajo esclavo para llenar las arcas de países como EE.UU con el mismo verso neoliberal de siempre (ya se podría memorizar como las rimas de primaria: empresas que se instalan con la promesa de generar empleos que finalmente no otorgan y multiplican la pobreza).
Los otros registros se apoyan en las imágenes. Algunas de ellas enfatizan el trabajo cotidiano, el sacrificio de las familias para obtener sumas irrisorias. En esos parajes aislados del mundo el tiempo transcurre con una lógica totalmente ajena al ensordecedor ruido de las sociedades capitalistas modernas y la mirada de la cámara respeta la inevitable lentitud de rituales donde, más allá del esfuerzo, se ve la dedicación. Toda la labor es manual y con maquinaria precaria, y el resultado es un producto orgánico, diferente al arroz industrializado que se importa de EE.UU a un costo imposible de competir. Esta desigualdad es inteligentemente mostrada por el director porque no la subraya con discursos de barricada sino con momentos visuales donde autos importados desfilan entre los trabajadores a pie que llegan a la ciudad con la esperanza de vender algo de lo que cosecharon (muchos de ellos evitan la humillación de los costos irrisorios que les ofrecen y guardan las bolsas en un galpón). La contracara de esto la representan los innumerables sacos con la bandera estadounidense como parte de un mercado voraz y destructivo ante un estado ausente y corrupto. También el contraste se advierte en chicos con uniformes de colegios (toda la educación privada en Haití es privada) quienes parecen acceder a un privilegio y sin embargo, las imágenes de los establecimientos es de una precariedad alarmante. Garisto nunca asume el punto de vista intimidante o adopta el rostro que simula preocupación momentánea para destacarse como misionero (tan frecuente en el género cuando aborda temáticas similares).
De manera tal que Kombit no viene a ofrecer exotismo. Lo suyo no es la ficción vendible del vudú y de la violencia for export , sino la valoración de la dignidad humana en un contexto de injusticia social, el apoyar la oreja a quienes no son escuchados y a ofrecer la cámara hacia zonas silenciadas, cuando no ignoradas, de manera constante. Pero también a despojar a Haití de la representación convencional foránea de la industria que explota la superstición. Denise Dominique, la historiadora que aparece en varios tramos, habla de la importancia de la naturaleza para los campesinos, quienes trabajan como hace doscientos años, atentos al clima y a los contratiempos. Es un conocimiento que se conserva como tesoro porque también forma parte de la identidad de la comunidad asediada por la apertura comercial a EE.UU en desmedro de los trabajadores. Y la cámara se entrega a mirar y a explorar esa geografía edénica (la misma que deslumbró a tipos como Colón, más allá de la obsesión por el oro) con un cuidado estético que instala otro nivel de enunciación posible. Es como si intentara captar un espíritu primigenio que aún persiste a pesar del daño provocado sobre esta tierra (es estremecedor el relato que habla de los índices de cólera a causa de la contaminación de los ríos con excrementos de soldados intervencionistas luego del devastador terremoto de 2010, una excusa para intervenir el país militarmente con la máscara del apoyo humanitario de la ONU).
La sencillez de Kombit es su principal rasgo; la ausencia de la espectacularidad, su carta de honestidad para evitar cualquier atisbo de pornomiseria: se muestra lo que pasa, nadie llora ante cámara (y motivos no faltan). Mientras transcurren los créditos finales, se muestran los rostros una vez más, la mejor forma de reforzar la identidad en la pantalla y de ponernos como espectadores a la par. Solo si miramos al otro podremos comprender y no morir en la indiferencia.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant