Los vagabundos de Calamuchita
El chiste podría comenzar así: “¿Cuál es el colmo de un hipocondríaco?”. La respuesta, claro, dependerá del hipocondríaco en cuestión, pero que te pique una araña venenosa en el medio de la nada y que después te tenga que picar otra más, idéntica, para salvarte la vida, puede ranquear entre las más votadas. Ese “colmo” (de la hipocondría, la ansiedad, la fobia, la paranoia y varios etcéteras) es lo que dispara la acción, el movimiento y la aventura a la que se somete, reticente, el protagonista de La araña vampiro.
Es que Jerónimo ha viajado con su padre a pasar lo que parece ser un fin de semana en una cabaña en una bastante desolada zona de las sierras cordobesas. Queda evidente, de entrada, que tienen una relación un poco seca, cortada, y que el objetivo de esa escapada es, por un lado, mejorarla. Y, por el otro, es un intento -o intervención- del padre por ayudar a un hijo que toma bastantes pastillas y parece tener severos trastornos de ansiedad.
Cuando una araña enorme y amenazante entra a su cuarto, Jerónimo desespera, pero logra matarla y termina durmiendo en el auto, lo más parecido a un espacio seguro que hay en el lugar. Al despertar nota que la araña en cuestión logró picarlo y allí empieza la pesadilla.
Cuando uno dice pesadilla puede imaginarlo literalmente, porque luego de una visita a una médica de la zona que le dice que no es nada grave y le receta corticoides, la película entra en una zona entre onírica y terrorífica. Jerónimo no se queda conforme con la explicación, una misteriosa chica del lugar (Ailín Salas) le recomienda visitar a una especie de curandero, y el hombre le da el más cruento de los diagnósticos: la araña que lo picó es mortal y sólo puede curarse si lo pica otra igual. “Te estás muriendo, pibe”, le espeta.
Jerónimo se une allí a Ruiz (Jorge Sesán), suerte de baqueano, alcohólico, que le sirve de guía durante este extraño camino a una posible curación. Allí la película del director de Los paranoicos pasa a centrarse en la relación entre estos dos problemáticos aventureros, no del todo aptos para la epopeya que implica subir a una montaña a buscar otra araña igual. Jerónimo, por ser un fóbico chico de ciudad, y Ruiz, porque se queda sin su “combustible”. Así, uno podría definir La araña vampiro, de ahí en adelante, como las complicadas desventuras de un borracho sin alcohol y un hipocondríaco sin Rivotril.
Medina se arriesga a meterse en un terreno sin mapas, literal y cinematográficamente hablando. Así como los protagonistas se pierden sin saber bien donde están yendo, La araña vampiro se juega a hacer como película un recorrido similar. Y se agradece. No hay fórmulas que permitan imaginar adonde la historia va a ir a parar y mucho menos cuando contamos con dos guías poco confiables.
No es un film de aventuras ni uno de terror propiamente dichos, si bien esos elementos están en el relato. Es un film de personajes, un periplo de (auto)descubrimiento que usa como metáfora y disparador narrativo a la araña en cuestión, pero que en el centro no es tan diferente como parece serlo a Los paranoicos: es también una historia de alguien que debe enfrentarse a sus miedos e inseguridades, y tratar de vencerlos. Lo original del largometraje -lo que lo saca de la clásica historia de “autoayuda”- es que al ganar algo se pierde también algo, se deja de ver las cosas de una manera para empezar a verlas de otra.
En ese sentido, reviendo la película en su nueva versión (dura unos 5 minutos menos de los que tenía en el BAFICI y tiene una banda sonora mucho más presente, además de una breve escena nueva), queda muy claro el eje puesto en la relación entre Jerónimo y Ruiz, en cómo la extrañeza y las diferencias iniciales (uno es todo intento de control, el otro todo caos) van dando paso al descubrimiento de que comparten más cosas de lo que imaginan: el miedo a enfrentar la realidad y, sobre todo, a ese extraño universo que son los otros.
Los murmullos alucinados de Ruíz (que habla entre dientes del Apocalipsis) y la casi mística subida al Monte de los dos peregrinos ponen a la película en un territorio casi bíblico: el de la trascendencia, la Revelación. Al combinar la frase de apertura del film (una cita a Kerouac, poeta que experimentó con el budismo) y la dedicatoria que Medina hace al final al propio Buda, La araña vampiro invita a ser leída desde esa perspectiva. No hace falta ponerse a leer los haikus del autor de En el camino para notarlo. La película es eso: una aventura hacia el descubrimiento interior.