Terror, mito y aventura
El opus 2 del director de Los paranoicos logra generar un malestar casi imperceptible pero certero. El malestar que da el no saber del todo qué es lo que a lo largo del recorrido les sucede al protagonista y, con él, también al espectador.
En el primer plano de La araña vampiro, el protagonista despierta. Pero no parece hacerlo del todo. En el último plano, simétrico al primero, su expresión deja traslucir que ha vuelto a despertar, pero ahora de modo más hondo, más pleno, más duradero seguramente. Entre un plano y otro, algo sucedió. Jerónimo ha navegado entre la realidad y el sueño, sin saber del todo dónde termina una y empieza otro. Y con él el espectador, que tampoco sabrá a ciencia cierta hasta qué punto se halla frente a un film realista o uno fantástico, un drama disfuncional o una comedia alleniana, un relato de iniciación o uno de aventuras, un western del criollo oeste o una de terror con monstruo y todo. Sin el menor énfasis o subrayado, sin “inflar” el sentido o la tensión mediante golpes de efecto, La araña vampiro –opus 2 de Gabriel Medina y ganadora de dos premios en la última edición del Bafici– logra generar un malestar casi imperceptible, pero certero. El malestar que da el no saber del todo, el andar medio a tientas, que es lo que a lo largo del recorrido les sucede a Jerónimo y el espectador.
Lidiar con la neurosis, vencer el miedo, salir al mundo, crecer, parecen ser los temas de Medina, a la luz de su nueva película y de la anterior, Los paranoicos (2008). Por suerte no los plantea confundiendo cine y psicoanálisis, ficción y autoayuda, sino echando mano de herramientas específicamente cinematográficas. Tradicionalmente cinematográficas, se diría, teniendo en cuenta el carácter sistemático con que este treintañero, graduado de la FUC, recurre al cine de género. Pero lo hace de un modo que no tiene nada de tradicional. En Los paranoicos, la comedia romántica aparecía virada al negro, trabajando el tema del Otro desde un lugar pesadillesco. Ahora se trata de cruzar géneros, hibridarlos y confundirlos. Pero no con el gesto veleidoso del que quiere recibirse de moderno, sino de modo estrictamente funcional. Un veinteañero (Martín Piroyansky, ganador del Premio al Mejor Actor en el Bafici por este papel) y su padre Antonio (Alejandro Awada) llegan a una cabaña para pasar unos días. Antonio quiere acortar distancias con Jerónimo que, además de consumir psicofármacos, parece visiblemente ansioso, temeroso, seguramente sin una razón concreta. Enseguida la tendrá: una araña, demasiado grande y peluda como para no tenerle miedo, lo pica en su cama. La picadura, anuncia un vecino de la zona, es mortal.
Un primer mérito del guión, escrito por Medina junto a Nicolás Gueilburt (que ya había colaborado con él en Los paranoicos), es su manejo de las elipsis, que dan mucho lugar al espectador para llenar los agujeros de información. No se sabe a qué se dedican Jerónimo ni su padre, ni por qué motivo el muchacho no las tiene todas consigo, ni por qué no viajaron hasta allí con la mamá, ni cuánto tiempo piensan quedarse, ni dónde están exactamente. El paisaje de piedra y sierra, la sequedad, la vegetación achaparrada hacen pensar en Córdoba o San Luis. No importa, como no importa nada de todo lo otro que “falta”. Como en un western de Budd Boetticher (representante de la sequedad por excelencia en el género), lo único que importa es lo esencial. Y lo esencial es el viaje que Jerónimo deberá hacer. Viaje literal, en busca de una araña igual a la que lo picó, única cura según la gente del lugar. Viaje metafórico, en el que deberá enfrentar sus peores miedos, recurriendo a los métodos más extremos: la araña deberá picarlo en el ojo para curarlo. Y el ojo es, en cine, el órgano más vital y más frágil.
“Subir a la montaña, buscar un guía/Bajar de la montaña, volver a la ciudad”, dice la cita de Jack Kerouac que abre la película. El guía, el baqueano, es Jorge Sesán, el rubio de Pizza, birra, faso, enorme acierto de casting de Medina & Cía. Huraño hasta la mudez más tozuda, de físico tan rotundo como para cargar al herido (o cagarlo a trompadas, según el caso), lo suficientemente agresivo como para que su sola presencia sea temible y, encima, alcohólico que también deberá atravesar su propio vía crucis cuando la botella se le termine, Ruiz es, seguramente, el personaje más de western de La araña vampiro. Puede ser que Medina se ciña tanto a lo mínimo que en algunas zonas (el personaje de Ailín Salas, parte del viaje hacia el nido de arañas) el relato adelgace demasiado. Pero es tan bueno e inusual el final de La araña vampiro, tan infrecuentemente primario para el urbanizado canon del cine argentino, tan lanzado al terror, el mito y la aventura (la caverna, las arañas, esa que monta de a poco el cuerpo exánime del héroe, todo remeda una versión seria de Indiana Jones), tan redondo el remate, en sentido visual y filosófico (para conservar la vida habrá que ceder algo esencial), que esos reparos quedan definitivamente atrás.