La segunda película de Gabriel Medina viene a formar junto a su opera prima un especie de díptico no anunciado sobre la paranoia o los males de la modernidad. Su primera película, explícitamente titulada Los paranoicos (2008), contaba la historia de un aspirante a guionista de cine paralizado por la indecisión y el miedo. Ahora, con el estreno de La araña vampiro, Medina retoma, o mejor dicho continua, los temas con los que se había iniciado trasladando a sus personajes a un paisaje todavía más hostil que la ciudad.
Para tratar de mejorar la situación psíquica del protagonista, su padre lo lleva a pasar unos días a una cabaña en medio de las sierras. Pero lo que pretende ser un lugar de descanso rodeado de naturaleza se vuelve una pesadilla para alguien que carga consigo sus fobias a cualquier lugar al que vaya. Podría haber sido la luz mala o una fruta venenosa, en el caso de Jerónimo es la picadura de una araña la que desata la suma de todos los miedos, que siempre da como resultado el miedo a la propia muerte. El terror paraliza, pero si la parálisis desemboca en la expiración no hace otra cosa que obligar a moverse. Por eso Jerónimo se mueve para alcanzar la cura, que como le dicen los lugareños, está en la cima de la montaña. Se mueve para sobrevivir.
Como la historia está contada en todo momento desde la perspectiva del protagonista, nunca queda claro si la picadura es mortal, si los lugareños que se dedican a ayudarlo en su búsqueda son supersticiosos o conocen mejor el mundo de las sierras que cualquier médico de la ciudad. El guión de Medina y Gueilburt ubica al espectador a uno y a otro lado de la verdad y no decide. Lo vuelve paranoico al dejarlo pensar que todo puede ser una maquinación del protagonista mientras lo pone del lado de Jerónimo en ese arduo ascenso de la montaña. En su primera película también era difícil distinguir si el personaje que interpretaba Walter Jakob era un villano o un amigo que intentaba darle una mano. Todo pasaba en la cabeza de Gauna como ahora todo pasa en la cabeza de Jerónimo.
Ambas son películas de aprendizaje en las que se representa el transito de un joven hacia la madurez. Como ocurre muchas veces en el cine y la literatura, en La araña vampiro ese recorrido toma la forma explicita de un ascenso peliagudo por una zona agreste. En Stromboli, tierra de Dios (1950) de Rossellini, el complejo personaje de Ingrid Bergman también necesita subir hasta la cumbre y atravesar los aires calientes del volcán para obtener su revelación. El Zarathustra de Nietzsche tiene que alejarse a la montaña para poder bajar más sabio a compartir sus descubrimientos. Jerónimo también asciende, pero no lo hace solo como estos dos personajes. Es acompañado por un Virgilio alcohólico y montaraz interpretado por Jorge Sesán (Pizza, birra, faso; Okupas) que va a ser a la vez salvación y amenaza. Jerónimo no necesita un maestro, apenas necesita un guía que lo lleve a encontrar el antídoto para la picadura. Pero lo que verdaderamente le hace falta es enfrentar sus miedos y tener a alguien ahí para confrontarse, para demostrarle que puede ser más valiente, para que tome la forma del otro, que es a lo que realmente le teme.
Ya se notaba en Los paranoicos que Medina era un amante de los géneros. Ya se notaba que era un virtuoso de la técnica cuando componía los planos o usaba la luz junto al fotógrafo Lucio Bonelli. La araña vampiro puede ser una buddy movie, una road movie de a pie, western, cine de aventuras, de fantasía o todo junto y a la vez. El paisaje rústico de las sierras se vuelve central, rebalsa la pantalla con su verde y demuestra que Medina puede jugar en diferentes paños con las mismas cartas y ganar.