Muchos diálogos y poco cine
Hay un momento en La ballena va llena, cuando va aproximadamente media hora de película, donde se registra una conversación en un café entre un grupo de personas, en el que la charla gira alrededor de categorías como la obra de arte, la museización, la inmigración e incluso la persona como potencial obra de arte, que dura unos ocho minutos. Hay otro donde se registra una conversación telefónica que dura alrededor de quince minutos. Y hay varias conversaciones de café y charlas telefónicas en este documental, lo cual en sí no significa algo malo: muchísimas grandes obras cinematográficas -también en el género documental- se han cimentado a partir de escenas similares. Pero claro, para eso tiene que haber un lenguaje emparentado con el cine que respalde estos momentos, lo cual debe nacer de un trabajo aceitado en la puesta en escena y el montaje con las variables espacio-temporales y los cuerpos que las habitan. Si eso no hace acto de presencia, lo que tenemos es simplemente a gente charlando mientras toma un café o realizando llamadas telefónicas. Lamentablemente, esto último es lo que sucede en la película.
Las intenciones por parte de Daniel Santoro, Juan Carlos Capurro, Pedro Roth, Tata Cedrón y Marcelo Céspedes, realizadores de La ballena va llena, son bastante claras e implican una apuesta riesgosa: contar el proceso por el cual el colectivo de artistas Estrella del Oriente, preocupado tanto por extender el concepto de la obra de arte y contribuir a encontrar una salida a los múltiples problemas que atraviesan los migrantes en el llamado “Primer Mundo”, busca llevar a cabo una idea que fusione ambos propósitos. Esta consiste en convertir a los migrantes en obras de arte, que están muy protegidas por las leyes de los países más poderosos. El vehículo para hacerlo sería un gran barco, al cual llamarían “La Ballena”, que sería una especie de gran máquina destinada a transformar a los migrantes que transportará al Primer Mundo en obras artísticas. Aunque hay un problema: para construir el barco se necesita dinero, con lo que el colectivo de artistas deberá atravesar un complicado laberinto de fundaciones, museos e instituciones para concretar su proyecto. En todo esto que se narra hay un tono paródico sobre las instituciones artísticas y sus procesos burocráticos, casi eternos y capaces de vencer hasta a los espíritus más insistentes. Pero no hay una mirada a fondo sobre cómo se piensa lo artístico desde los países “centrales” y cómo colisiona esa visión con la planteada por los de la “periferia”, ni tampoco sobre la migración, básicamente porque el dispositivo cinematográfico no potencia a través de la imagen o el sonido el discurso hablado por las diferentes personalidades que van circulando.
Es cierto que pasada su primera mitad, La ballena va llena amaga con brindarle un rostro a la migración, o más bien a los migrantes, a las personas en busca de un nuevo hogar, abriendo el debate sobre cómo puede hacerse para que las personas adquieran un estatus artístico sin perder su calidad e identidad individual. Y es ahí donde alcanza sus mejores momentos, pero se queda ahí, en el amague, con lo que en cierto modo termina compartiendo defectos con otros dos documentales estrenados este año: Cómo llegar a Piedra Buena tomaba como centro a un barrio, a cuyos habitantes les negaba la posibilidad de expresarse; y Mujeres con pelotas hablaba un montón sobre el fútbol femenino, pero nunca lo mostraba en su plenitud; La ballena va llena tiene como premisa el arte y la migración, pero en muy pocas ocasiones les da voz y cuerpo a través del cine.