"La barbarie": racismo tierra adentro
El realizador "Pantanal" se sumerge en un mundo de bosta y rodeos, de aperos y rebencazos, de silencios y miradas torvas, para extraer de él aquello que quiere decir.
La barbarie es una historia de iniciación en un medio agreste, hostil, cercano a lo que su título indica. Allí, un muchacho de ciudad deberá aprender los códigos que se requieren para sobrevivir, los rituales de una virilidad primaria, que aunque el film no lo sea lo asocian con una película de cárcel. Hay que asistir a la castración de un toro, llevar docenas de testículos en un balde, y hay que aprender cuándo callar y cuando no hacerlo. Aunque el autor de esta nota es reacio a calificar a todo film con vacas como western contemporáneo, en este caso cabe la referencia. No hay indios pero sí racismo, en base a ciertos “derechos” que vienen del feudalismo e implican también la ley de clase y la sexual. No hay, finalmente, duelos con revólver, pero sí a palazos y cinturonazos.
Nacho (Ignacio Quesada) cae sin aviso en la estancia de su padre, Marcos Risdale (el siempre notable Marcelo Subiotto), a quien no ve hace tiempo. Decidió dejar la casa de la madre (“la de Callo y Juncal”), sin darle demasiadas explicaciones. El padre, un terrateniente que vive dando órdenes, saluda a su hijo como si lo hubiera visto ayer. Se aproxima la fecha de un remate, y Marcos quiere tener su plantel de vacas y toros al completo y en las mejores condiciones. En esta circunstancia comienzan a aparecer reses muertas, sin signos de violencia ni de enfermedad, ni ninguna razón válida para que eso suceda. Mientras tanto, Nacho intenta restablecer la relación con Rocío, la hija del encargado, una chica de su edad que es madre precoz (Tamara Rocca), y en cuya casa lo reciben con una misteriosa falta de hospitalidad. Ni que hablar de Luis, hermano de Rocío y peón de Marcos (Lautaro Souto) cuyo odio por el recién llegado crece como una olla a presión. ¿Odio por el chico de ciudad, odio de clase? Seguramente, pero no solo eso.
La barbarie pone en cuestión los términos de la maniquea fórmula de Sarmiento, civilización o barbarie. Cuando Nacho llega a casa del padre, se detiene unos segundos frente a un cuadro que representa un malón. A ese cuadro se le opone una foto de un antepasado, que peleó en la Campaña del Desierto. ¿Quién es más bárbaro, quién más civilizado? Del mismo modo que los terratenientes blancos masacraron a los indios, la ley que Marcos hace valer, de muy larga data, se basa en su condición de superior, que obliga a callar al subalterno. Frente a esta impotencia, la única arma es la venganza. Por su parte y para no terminar simbólicamente como el toro, Nacho deberá demostrar que puede jugar de visitante, y ganar.
A diferencia de tanto cine argentino que impone el “mensaje” por sobre la verdad misma del relato, el realizador Andrew Sala (Pantanal) se sumerge en un mundo de bosta y rodeos, de aperos y rebencazos, de silencios y miradas torvas, para extraer de él aquello que quiere decir. Sala maneja con precisión tiempos y tensiones, mutismos y estallidos de violencia, dejando que crezcan sin forzarlo y logrando una veracidad infrecuente, gracias al enfrentamiento de actores profesionales y amateurs, ambos igualmente inmejorables. La de Luisito es una presencia hermética y temible, y Rocío es una cimarrona, con una historia detrás que justifica esa condición.