Tati (Nicole Rivadero, toda una revelación) tiene 13 años y vive en una casilla de la Isla Maciel con su padre Osvaldo (Sergio Prina), un remisero alcohólico con el que no tiene precisamente una relación armónica. Tampoco le va demasiado bien con sus compañeras de colegio, donde es víctima constante de bullying, ni con las calificaciones (está a punto de repetir). En verdad nuestra heroína tiene una extraña obsesión: ser la botera a la que alude el título; es decir, la responsable de manejar uno de los botes que cruzan el Riachuelo entre la isla y La Boca. Pero los problemas son dos; su padre decide vender la precaria embarcación que poseía y además ella no tiene la más mínima idea de cómo remar. Aparece entonces un chico un poco más grande (17) que le enseñará el oficio y, en medio de ese proceso, cierta atracción surgirá entre ambos.
La ópera prima de Sabrina Blanco es una historia de iniciación (no solo sexual) que describe también el paso de la niñez a la adultez (quizás un poco prematura por las duras condiciones de vida) en una época pasada (imprecisa pero no muy lejana).
Con una clara impronta dardenniana en el enfoque estilístico y humanista, pero también con una potente mirada femenina (no solo la directora y la protagonista son mujeres sino también buena parte del equipo técnico y artístico), La botera decide concentrarse en las contradicciones, angustias, inseguridades, confusiones, dilemas, rabias y deseos de Tati y dejar el contexto hostil en el trasfondo. Es cierto que hay viñetas que muestran el machismo, la descontención, el embarazo adolescente, la precariedad de la atención sanitaria en los barrios populares y vulnerables, pero todo eso queda en un segundo plano (nunca se subraya) para poner el foco en el retrato íntimo de una chica que tiene que ocuparse también de cuestiones domésticas mientras lidia con la ausencia de un modelo femenino, con la curiosidad propia de su edad y con los celos y envidias que le genera ver lo que otros tienen y ella no.
Las andanzas con Kevin (al parecer su único amigo), sus represiones y timideces que se van atenuando cuando gana en seguridad (hermoso el momento en que se anima a sumarse a una coreografía en un baile grupal en un merendero en el que suele colaborar) son parte de la construcción de este austero, riguroso, sutil y finalmente emotivo retrato sobre la búsqueda de la identidad.