Tati vuelve de una fiesta: estaba sola hasta que recibió un mensaje de un contacto desconocido citándola en el baño; fue y esperó, pero no apareció nadie, todo era una burla. Llega a la casa y encuentra al padre limpiando el auto: “unos borrachos se cagaron a piñas”, dice fastidiado mientras limpia sangre de la ventana. En el plano siguiente, Tati está sentada en la cama con un muñeco de peluche: lo agarra fuerte mientras le arranca lentamente pedazos de relleno. Así es el círculo infernal al que lanza a sus personajes La botera: todos son blancos posibles de alguna agresión gratuita y, al mismo tiempo, agresores en potencia. La película responde a un viejo dogma: el cine que cuenta historias de desposeídos no puede permitirse el lujo de la felicidad o el cariño, todo debe transcurrir entre penas e injusticias y en la más absoluta desolación. Como si toda esa miseria filmada de manera realista fuera una especie de garantía de autenticidad, de sello de calidad.
En La botera la arbitrariedad de ese dogma se siente con una fuerza inusual porque se nota un desfase entre los personajes y el relato, entre el retrato que se hace de Tati y de los que la rodean, de un lado, y la crueldad con la que los somete el guion, del otro. El padre, Kevin, el nuevo botero, la chica del comedor, todos parecen vivos y convincentes, se dejan filmar con naturalidad y le dan a la película una respiración singular. Hasta una de las chicas que molesta a Tati resulta fascinante con su vida de adolescente que habita fluidamente el mundo de la adultez. Pero el relato impone una serie interminable de calamidades: Tati y Kevin pasean tranquilos y son abordados por dos chicos que irrumpen desde el off y amenazan con robarles la bicicleta nueva. Tati descubre un gato muerto cerca del río; Kevin sugiere darle sepultura pero no tiene éxito. El gato tieso aparece en dos escenas más, y en una la protagonista lo saca de la intemperie y lo envuelve en una manta: el gesto es de un patetismo imposible. De alguna manera, la estrategia de la película se resume en la escena de la fiesta, cuando a Tati le llega el mensaje de un contacto que no tiene agendado diciéndole que está linda y que la espere en el baño: al final nadie aparece, pero el guion tampoco revela quién pudo haber sido el responsable de la maldad. El sentido resulta claro: es el propio relato el que asume el lugar de bully que acecha e importuna a Tati, como si se tratara de convertirla en una suerte de Rosetta dardenniana autóctona, una víctima de las circunstancias que carga en sus hombros con todo el mal del mundo. El gesto se siente forzado, en buena medida debido a la potencia de los espacios que filma Sabrina Blanco: el peso material de Isla Maciel, con su comedor, sus calles y sus casitas emanan una fuerza visual ostensible, una crudeza subyugante que deja al descubierto el mecanismo de castigos que implementa sin mucha elegancia el guion.