“La Botera”, de Sabrina Blanco, retrata la etapa frágil de la adolescencia que podría reflejarse en tantos seres atravesando ese vital momento de apertura a la vida bajo condiciones en extremo dramáticas. Íntima y testimonial, sin aparentar decoro ni idealizar a su protagonista, el film se desarrolla en inmediaciones de la Isla Maciel. Este lugar nos provee de una serie de peculiaridades narrativas: lo atemporal de un entorno rodeado por un rio, contaminado y putrefacto, no resulta azaroso en lo más mínimo. Percibimos precariedades y marginalidad en un cuadro de situación que no escapa a una realidad socio-económica común y corriente.
El oficio de botero, obsoleto y resistente, destaca estoico al paso del tiempo a la vera de un rio corrompido, en donde la protagonista encuentra refugio, paradójicamente. Un trabajo históricamente encarnado por hombres de tesón y oficio nos llega a preguntarnos qué sucede si una niña -o mujer- quisiera ser ‘botera’. Pero aquel deseo va más allá de lo puramente vocacional. La metáfora de una chica empoderada a la vez conviviendo con una profunda soledad y desprotección nos habla del deseo de la incipiente mujer, aún cuando no logra cristalizar con la mayor eficacia el poderoso testimonio dramático que pretende. Con sus altibajos, “La Botera” nos hace reflexionar acerca de cuantos mandatos se deben sortear, siendo el primero de todos una poderosa soledad. Estructural, se traslada de generación en generación, desde lo paternal hasta la ausencia de instituciones. La de su personaje es una búsqueda compleja y errática, proyectada en objetivos -un bote, un lugar, el chico que la enamora-, confluyendo en un anhelo por demás irracional: Tati quiere al bote de una forma tan inconsciente como verdadera, construyendo así su deseo. Finalmente, ella es su propia herramienta para insertarse en el sistema.