Un viaje al país de los recuerdos en singular tratamiento documental
El azar es, quizás, la principal fuerza o el personaje borroso en la trama de “La boya” de Fernando Spiner. Desde el comienzo el recuerdo se hace presente a través de la voz en off de su bisabuelo, que habla de un tiempo lejano y de un barco que llegó a estas tierras, en el que viajaban hombres, mujeres y niños escapando de los pogroms de Europa Oriental.
El azar reunió a esos seres, castigados por la vida, en un barco hacia la Argentina, y los circunscribió a un destino común al otro lado del mundo conocido por ellos. Al llegar a Buenos Aires esos inmigrantes se dispersaron hacia lugares remotos y buscaron integrarse a su entorno.
“La boya” es un viaje a la inversa, al país de los recuerdos, no hacia un mundo desconocido sino hacia la propia historia del director. No es un filme convencional, tampoco es un documental a la manera tradicional, es un juego semejante a las cajas chinas, o matrioskas rusas, que tanto el director como los espectadores van desarticulando una fábula que ancla en la fragilidad el pasado y en el vértigo del presente. En la bravura y la tranquilidad del mar. En el remolino de los recuerdos y el pacífico remanso de las casas.
Es un relato sobre la ausencia de un padre, Lito y un paisaje familiar, Villa Gesell, pero también sobre la presencia de una madre que crea sus pequeñas o grandes obras de arte sostenidas por los recuerdos. También es la trama imbricada de los amigos, en especial de Aníbal Zaldívar, con quien escribió el guion. Y otros que aparecen en el filme como Ricardo Roux (plástico), Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno (escritores y ensayistas) que tienen, a su vez, una relación particular con el entorno.
Por lo tanto no es coincidencia que el espacio donde se desarrolla la acción del filme esté ubicado en una realidad condicionada por los recuerdos, aislado de la realidad cotidiana, pero relacionado con el placer de descubrir a cada paso un elemento valioso que reaviva esa necesidad de hallar u tesoro. La memoria, ese implacable pozo negro, que absorbe tanto sueños, como pesadillas, lleva a Spiner a recorrer los pasajes que más lo han impactado de su propia biografía, ya sea por belleza o desgarradura. También lo incitaron a hurgar en aquellos que se volvieron indelebles, y que a veces, como los personajes de Shakespeare acompañan toda la vida.
La memoria es selectiva, es inventiva y cambia la disposición de los objetos de una habitación o las palabras de un poema, pero conserva, como en la traducción, el sentido de lo visto o lo expresado. La memoria es la que nos hace recordar, la que nos hace volver a vivir.
“La boya” es el volver a vivir de Spiner, es la nostalgia de un mar, de un bosque de pinos, es el descubrimiento de una carta jamás abierta por él y escrita por su padre cuando estaba en Roma, de una boya con un nombre “Wesler”, que debía retornar al mar. “Wesler” es la imagen mítica de un filme conmovedor en su aparente sencillez, pero que a la vez está envuelto de sorprendente onirismo, como un haiku.
Esta realización de Fernando Spiner (“La sonámbula, recuerdos del futuro”, 1998, “Adiós, querida luna”, 2004, “Aballay, el hombre sin miedo”, 2010) es el viaje interior de un hombre que vivió lejos de la Argentina por varios años (Roma-Italia), donde estudió y trabajó, y que regresa al país para cerrar un capítulo de su vida, o una asignatura pendiente con su padre.
El ser humano vive la ilusión de preservar los instantes, de hacerlos trascender en: poemas, pintura, fotografía, filmes, éstos representan la fugacidad de la existencia y el cambio perpetuo que experimenta el individuo. Esa fugacidad se relaciona con el tiempo que es otro de los temas de “La boya”, y Spiner lo trata a la manera de Bergson que precisa que el presente es el estado de nuestro cuerpo en la acción; en este sentido, el pasado es lo que ha dejado de actuar, pero que revive en tanto su recuerdo se inserta en la sensación del presente.
Para Paul Ricoeur, la evocación permite traer al presente lo ausente percibido, sentido, aprendido. La reconstrucción de un evento pasado necesariamente involucra la imaginación, un elemento fundamental en la reelaboración del discurso que dice lo ocurrido. Quien rememora acontecimientos que sucedieron, pero que en la distancia temporal se van haciendo cada vez más difusos, recurre a la sensibilidad y a la subjetividad para elaborar un nuevo discurso que los haga presentes. Los recuerdos se materializan azarosamente y lo que de ellos tenemos en el presente no es más que una suma de imágenes almacenadas de forma aleatoria. Gastón Bachelard, sostiene: “el tiempo es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nadas”.
Fernando Spiner en “La boya”, supo cómo insertar muy bien en ese tiempo bergsoniano la bella y delicada música diegética creada especialmente por Natalia Spiner, que de pronto suena y explota en forma de banda exterior en medio de las tormentas y el enfurecido mar, o adquiere una extraña y deslumbrante cualidad lírica en los pasajes calmos del filme, especialmente en los planos subacuáticos.
“La boya” es un relato intimista con varios protagonistas paralelos: los recuerdos, el mar, los amigos, la poesía. Estos personajes, en un orden desplegado, dan al espectador la idea de un contexto fragmentado de ese rompecabezas que es la memoria. Pero en orden plegado es la imagen del cuadro de Ricardo Roux, un barco, una boya, un nombre: “Wesler”, un destino