Fernando Spiner pasó buena parte de su infancia y adolescencia en Villa Gesell, pero mientras él optó por formarse luego en Italia y radicarse en Buenos Aires, uno de sus mejores amigos, Aníbal Zaldívar, se quedó en aquel balneario, donde desarrolló una carrera como poeta y periodista.
El director de La sonámbula, Adiós querida Luna y Aballay, el hombre sin miedo apela a registros íntimos para revivir ciertos rituales familiares y generacionales como el de nadar en el mar hasta la boya a la que alude el título. Particularmente intensas son las imágenes de uno de esos trayectos en medio de una tormenta eléctrica.
En la película aparece no solo su amigo Zaldívar sino también otros habitués del lugar como Ricardo Roux, Pablo Mainetti, Juan Forn y Guillermo Sacommanno, pero La boya está lejos de ser un trabajo esnob sobre intelectuales en contacto con la naturaleza, sino un sentido y entrañable trabajo de indagación personal, una historia de reencuentros, una reflexión sobre los distintos caminos elegidos en la vida.
Spiner abandona la ficción para incursionar en el siempre riesgoso universo del diario íntimo, del ensayo familiar. Y sortea el desafío con un relato puro y cristalino, aunque por momentos pueda parecer un poco ingenuo, melancólico o solemne. Más allá de que la poesía, el mar, las distintas estaciones y el paso del tiempo están siempre en el centro de la escena, la película tiene múltiples hallazgos visuales (bello trabajo con las cámaras subacuáticas) y musicales (la compositora fue su hija Natalia Spiner), y surge además como una experiencia curativa, sanadora, una forma de exorcizar traumas, dolores, distancias y ausencias.