Mi vida sin mí
Se puede leer en muchas críticas que La boya es una autobiografía, pero lo cierto es que Fernando Spiner utiliza su regreso a Villa Gesell menos para hablar de sí mismo que para filmar el lugar y a sus habitantes y así reconstruir un pasado. Un pasado que, curiosamente, parece excluirlo: ya desde el primer reencuentro con Aníbal, su amigo de la infancia, Spiner es menos un participante que un observador, alguien que escucha y mira a los otros pero que rara vez interviene. Por algunos datos sueltos se conoce que el director se fue muy joven de su pueblo a Italia para estudiar cine; durante su ausencia, su padre, Lito, y Aníbal, parecen haberse vuelto íntimos, ligados por la pasión en común por la poesía. En el presente, Spiner viaja a Gesell y va a la casa de Aníbal, que le cocina un bagre y le cuenta cosas de Lito. La escena es extraña, como si las filiaciones se hubieran invertido: Spiner no habla del padre, mientras que Aníbal lo hace profusamente y se refiere a él casi como un amigo. La impresión de que el director asiste a esa historia como si se tratara de un extranjero se completa con una información dicha al pasar: Aníbal le dice que la receta del plato que están comiendo se la pasó su madre (la de Spiner). El contenido biográfico, entonces, no lo es tanto, y parece que el director lo empleara más bien como vehículo, como excusa que permite volver al pueblo natal, visitar amigos y vecinos, hablar del padre muerto; puede ser, a lo sumo, un invento raro: una autobiografía pero de los otros.
La poesía, que acercó a Aníbal y a Lito tras la partida de Spiner, como si cada uno hubiera encontrado en el otro el amigo y el hijo, es también una actividad extendida a lo largo de Gesell: se lee y escucha poesía en las clases de Aníbal, pero también en una ceremonia del cuerpo de salvavidas, y la voz en off de Daniel Fanego recita versos del libro de Lito. Una idea resuena por toda la película: para esa gente, que vive en la costa, la poesía se vuelve un oficio natural, una manera de lidiar con la inmensidad desbordante del mar. Aníbal es un especialista en las dos cosas: se dedica a investigar desde hace tiempo poemas consagrados al mar. La respuesta de la película a todo esto consiste en intentar a su vez representar el mar en términos poéticos, como si Spiner quisiera que las imágenes filmadas por él dialoguen con las palabras escritas por el padre y por su amigo. Cuando Aníbal y Spiner se sumergen y nadan un largo trecho, se evidencia el rol de testigo asumido por el director: una cámara colocada en su cuerpo registra de forma impresionante las brazadas; cualquier resto biográfico se disipa por completo, de Spiner solo quedan unos gestos impersonales, el acto casi automático de nadar y el movimiento de la cámara entrando y saliendo del agua.
Las escenas en el mar seguramente sean los momentos más potentes, cuando el director se atreve a probar nuevas formas de registro, de mirar el agua y a los nadadores, de enmarcarlos contra la costa y la silueta de los edificios. Es en esos momentos también cuando la película se quita de encima la nostalgia que la colma y se permite algunos planos de gran vitalidad, como cuando Spiner le gana la carrera hasta la boya a Aníbal y, en medio de las cargadas, el tipo empieza a reírse a los gritos y no puede parar, como si se hubiera olvidado de la incomodidad que exhibe en las escenas restantes. No se sabe bien a qué se debe la falta de naturalidad de Spiner, pero en todo caso eso refuerza la condición de extranjería que se sugiere todo el tiempo. En este sentido, el agua no solo viene a reparar esa grieta personal, como si el director pudiera fundirse de nuevo aunque brevemente con el lugar de su infancia, sino que también le permite a la película sacudirse un poco la rigidez de muchas escenas, cuando la puesta no se decide entre la frescura de las conversaciones y el cálculo de los planos y el montaje y entonces los intercambios se sienten forzados, como si hubieran sido ensayados y ahora se los estuviera actuando.