Es como abrir un diario íntimo. La boya es una suerte de filme ensayo, un documental que Fernando Spiner se debía, probablemente, en el que se reúne con un viejo amigo de la infancia y de la juventud, Aníbal Zaldívar, con quien pasó buenas y malas en el balneario de Villa Gesell, donde aún el amigo y poeta reside.
El director de La sonámbula y Aballay, el hombre sin miedo, exorciza algunas ausencias, como la de su padre Lito, un ucraniano que emigró de los nazis y que, ante la ausencia de su hijo, quien fue a estudiar cine al Centro Experimentale di Cinematografia de Roma, hizo muy buenas migas con Zaldívar, allí en Gesell.
Y no sólo hablaban de poesía.
Aunque la poesía es central en La boya. Pero no sólo los versos o la rima -que se leen y se recitan a cámara, muchas referidas al mar y la naturaleza-, sino por el uso, lírico, se diría, que el realizador utiliza en las imágenes en las que refleja cómo nadan él y Aníbal hasta la boya en Villa Gesell, ahora de grandes -de bien grandes-.
“Soñé que la boya se perdía en el mar y vos volvías de Italia. A veces los sueños se cumplen”, se escucha a Daniel Fanego como la voz de su padre, cuando Spiner lee una carta de su progenitor.
Y también hay cierta poesía cuando el filme relata, en breves entrevistas, apariciones, a otros artistas notables afincados allí, como Guillermo Saccomanno, Juan Forn, Ricardo Roux o Pablo Mainetti.
Peor no es la intención del documental ser un tratado sobre lo beneficioso del contacto con el mar, y cómo éste influye hasta en las conductas o humores.
Spiner muestra sensibilidad en todo momento. La utilización de la cámara subacuática no era imprescindible, pero es oportuna y apropiada.
Con guión de Zaldívar y Spiner, y de Pablo De Santis, para completar un armado familiar, la música fue compuesta por Natalia Spiner, en este filme documental con preconcebida puesta en escena, que beneficia cierto tono de melancolía.