Dos poemas y un relato envuelven esta obra, que es también un poema, dedicado al padre, la amistad y la natación en aguas abiertas. Primero, la voz que representa al bisabuelo ucraniano anuncia lo que veremos, luego viene un canto de homenaje del pescador al pez que ha de alimentarlo, “perplejo en la quietud de la agonía”. Y al final, de nuevo la voz del viejo y otro canto, ahora de integración al universo: “Me salinizo. Vuelvo. Vuelvo inorgánico. Grano de arena en la noche”. Entre medio, la épica historia de la boya, y la costumbre también épica del bisnieto y su amigo.
Desde hace cuarenta años largos, ambos acostumbran nadar hasta la boya, frente a olas inmensas, a veces inquietantes. Por ahí se acerca una tormenta. Los relámpagos asustan. Pero ellos, primero, tienen que llegar hasta la boya. Hay algo simbólico en este empeño, en ese objeto, y en las personas y las historias que bordan el relato. Un amigo salió a conocer el mundo y hace cine. El otro se quedó en la costa, y hace versos. Más aún, transmite a sus vecinos el amor a los versos, y ellos se juntan para leerlos. ¿Quién no se siente cercano a la poesía, contemplando el mar todos los días?
Así ocurre en las afueras de Villa Gesell, donde también habitan el pintor Ricardo Roux y otros inteligentes tentados por la descansada vida que recomendaba el fraile, hace ya siglos. Aníbal Zaldívar es el poeta, y Fernando Spiner el cineasta que ahora describe ese mundo en primera persona, filma las tremendas oleadas en tomas subjetivas, y la íntima carta del padre, con su viril nostalgia por el vástago viajero. Natalia Spiner, hija del director, hace la música. Extraña música, envolvente, que mantiene al espectador pegado a la butaca, aún después de terminada la película.