El director de La sonámbula, Adiós querida luna y Aballay, dirige La boya, un viaje íntimo y sensorial a su pasado, sin perder la estética y temática que une a toda su obra.
El tiempo es una obsesión para Fernando Spiner, pero no en el sentido clásico. Spiner utiliza el cine como un transporte temporal, más cercano a la máquina de H.G Wells que al DeLorean de Marty McFly. Spiner puede viajar al pasado o al futuro y en el medio decidir interrumpirlo, frenarlo, detenerlo para narrar la odisea de los personajes en esa pausa reflexiva que han decidido encarar.
La Boya es un documental, sí, pero también es un diario de viaje del director a su propio pasado e historia. Cuando Spiner llega a ese pasado decide detenerlo y jugar con él. Y por momentos aparece el cine catástrofe. Un presente apocalíptico que amenaza con destruir esa historia. Para eso no tiene miedo de manipular la realidad en función del efecto cinematográfico más sensorial y poético, y por eso apela incluso a efectos especiales -y vale mencionar que los FX son un fuerte en el cine del director- que se acomodan perfectamente en el contexto del film.
El objeto boya en sí representa para el director ese tótem que le provoca viajar en el tiempo. Incluso puede compararse con el monolito de 2001. La Boya conecta a su director con su bisabuelo, con su padre, con su ciudad. O quizás todo eso sea La Boya.
Durante el transcurso de un año (el guion coescrito por Spiner, el poeta Anibal Zaldivar y el novelista Pablo de Santis está dividido en estaciones) el director viaja de Buenos Aires a Villa Gesell -ciudad en la que nació y se crió, y donde aún vive su familia- para reencontrarse, justamente, con Zaldivar, periodista y poeta destacado de la localidad. Este es también es una suerte de boya a la que Spiner se aferra para conocer el pasado artístico de su propio padre, que también fue poeta e influenció a Zaldivar.
Spiner se permite reflexionar hasta qué punto, mientras él estudiaba cine en Roma, Zaldivar se convirtió en ese hijo que Lito -el padre del director- necesitaba educar, ya que al biológico lo había dejado ir del otro lado del océano. Más allá de lo psicológico, Spiner resalta la figura de su amigo que deja un legado, familiar y artístico, sin moverse de la localidad, como envidiando no poder haber hecho lo mismo. Zaldivar deja su huella en sus alumnos del taller de poesía, y muchos, por no decir la mayoría de ellos, tienen conexión con el mar.
Justamente, el mar es el tercer protagonista de la historia. El director y el poeta tienen la costumbre desde chicos de nadar hacia la boya, aun con el propio mar -el cuál trajo a su bisabuelo a estas tierras- en contra. Se trata de un ritual que detiene el tiempo. El cuarto protagonista es Villa Gesell. Sus personajes forman un conjunto y el director va descubriendo la historia de varios de ellos, en forma particular, y cómo el pasado influyó para que descubran su veta artística.
Mezcla de homenaje a su ciudad natal y autobiografía, La Boya es un trabajo reflexivo intimista que fusiona entrevistas clásicas con instantes sensitivos -especialmente en el agua- y algunos pasajes de ficción, necesarios para darle una progresión a la trama. El tiempo pausado del relato, apoyado por la narración en off del director y de algunos actores que interpretan a sus antepasados, aportan ese clima sensorial que además se fortalece por la notable puesta en escena. La fotografía de Claudio Beiza, la música de Natalia, hija del director, y el diseño sonoro ayudan notablemente a manifestar aquello que no se dice. Cada silencio y cada pausa también narran, y en esas transiciones el aporte técnico es fundamental. El trabajo estético en cada plano y las escenas subacuáticas son notables e introducen al espectador en el mar.