En el nombre del padre
A veces, no muy seguido, pasan cosas como estas: aparece una película prácticamente única y nos devuelve, en un solo golpe de mirada, la conciencia de una modernidad posible para el cine argentino, la potencia probable de un horizonte perdido y olvidado. Acaso, también, rechazado, vuelto objeto de escarnio o de burla estéril. La carrera del animal, con un orgullo que no se angosta en sus estallidos de luz blanca, en sus grises desleídos, en sus contrastes violentos entre el trance de diálogos esmeradamente literarios y los rostros llenos de espontaneidad feroz de los actores, viene en parte a restituir, con una fuerza que solo puede surgir de una convicción artística radical, el segmento de libertad y audacia que el Nuevo Cine Argentino se prometió a si mismo y después pareció dejar de lado con una mezcla de resignación y cansancio.
Valentín, el personaje principal de la película, duda entre hacerse cargo o no de la fábrica de su padre. La secretaria viene con el edificio y pasa de la intimidad con el padre a la intimidad con el hijo. El graffiti escrito sobre una pared descuidada se encarga de agradecer con una frase lacónica al padre -¿con sinceridad? ¿irónicamente?-, que tiene el mismo nombre que el hijo: como una condena, el universo de La carrera del animal insiste en volcarse una y otra vez sobre sí mismo y arrastrar a sus criaturas en un derrumbe que no termina nunca de concretarse, precisamente porque aquello que lo distingue es la imposibilidad de una conclusión definitiva. La película de Grosso destila una desesperanza terminal que tiene ecos en el Levrero de la época de La máquina de pensar en Gladys o en los futuros animalizados de las primeras novelas de Oliverio Coelho.
El director parece esculpir cada secuencia de la película como si fuera un ente autónomo asaltado por la reminiscencia de la secuencia precedente. En una escena absurda, Valentín acepta que le vendan un lote de remeras. No se sabe el precio ni cómo –ni cuándo– tendrá lugar la transacción. Ni siquiera están las remeras a la vista: “Dónde te encuentro”, dice Valentín. “Yo te encuentro a vos”, responde el vendedor. Un rato después en la película, que puede ser una eternidad o un segundo dentro de su particular ritmo interno hecho de desvíos y dilaciones, el tipo le grita a Valentín desde una ventana. Se lleva a cabo la venta y el chico se va de vuelta a casa con una pila de prendas en las que nunca estuvo interesado. La carrera del animal está atravesada a veces por una comicidad lánguida y desesperante que se integra con precisión al universo de la película. Pero hay que hacer la aclaración de que acá el humor no produce alivio alguno. Más bien, se dedica a reforzar con fiereza el tono de tristeza lunar que embarga sus imágenes, como si fuera un sentimiento llegado desde otra galaxia para contribuir de modo socavado a la sensación de fin del mundo que late en cada intersticio de la película.
Todo parece estar a la espera en La carrera del animal, la comicidad o la violencia repentinas se deslizan en un tiempo interminable e indeterminado cuya redención parcial depende, quizá, de la decisión de un solo personaje: continuar al padre o ejercer un acto de soberanía capaz de afirmar la propia individualidad. La película propone pistas, arroja signos de un posible cambio de rumbo, pero la sombra del otro Valentín, el padre, extiende su férula sobre todo lo que rodea a los personajes, y cada camino parece reconducir los destinos de todos hacia él. El director entrega algo así como un thriller metafísico, donde que lo que se juega es una idea del cine como el arte de conjurar aquello para lo que no se inventaron las palabras.