El último adiós
La nueva película de Gustavo Fontán no sólo es la última parte de una trilogía compuesta por El árbol y Elegía de abril, sino también una virtual contracara de Abrir puertas y ventanas. Como en la ópera prima de Milagros Mumenthäler, el eje del film está justamente en los espacios habitacionales de una casa -en este caso se trata de la paterna del cineasta, ubicada en la localidad bonaerense de Banfield-, en las evocaciones emocionales, casi fantasmagóricas, que despiertan los vericuetos de su geografía y en la consecuente nostalgia ante la latencia de un presente que impone la clausura de un pasado.
La diferencia entre ambas está en el punto de vista desde donde se evoca: si en Abrir puertas y ventanas la casa operaba como herramienta para una rememoración ejecutada por terceros (las tres hermanas); aquí parece ser la misma casa la que evoca su pasado resplandeciente.
La sensación se acrecienta a medida que trascurre un metraje construido casi en su totalidad en planos subjetivos, como si la lente encarnara los ojos de la construcción mientras observa impotente cómo la mutilan llevándose sus puertas, apuntalándole sus paredes y derruyendo sus cimientos con las poderosas palas mecánicas.
Así, los planos adquieren la habilidad de transmitir el dolor de ya no ser, convirtiéndose en los quejidos mudos de una bestia de ladrillo devenida en escombros y basura. Y el último de ellos, bello, sutil, justísimo, es el retrato fiel del único legado físico de una presencia ahora impalpable, la última estación de un viaje propuesto por Fontán que cada lector/espectador decidirá si está dispuesto a hacer.
(Esta reseña se publicó durante el BAFICI 2012, donde el film compitió en la sección Cine del Futuro)