Fontán presenta una puesta precisa y pensada que a la vez se “presenta” como natural y fluida. Con una impresionante fotografía y un excelente trabajo con los silencios y lo entrevisto.
Gustavo Fontán finaliza su trilogía (El árbol, Elegía de abril) con esta película y lo hace tanto simbólica como literalmente. Y esa clausura nunca pudo ser tan conclusiva ni concluyente.
Ante nuestros ojos vemos desarmar puertas y ventanas, apilar muebles y trastos, ahora viejos, que conformaron la cotidianeidad de la casa paterna hasta que la topadora comienza a arrasar con todo. Mientras acaece el desarme, de improviso aparecen momentos que recuerdan otros tiempos. Aquellos en que la casa de hoy era el hogar de ayer.
Tras el voile de alguna cortina se suceden aquellas antiguas acciones cotidianas apenas entrevistas. Esa atmósfera de ensoñación y evocación que alcanzan las escenas no es el único logro, en su plasticidad destilan tiempo, el tiempo deleuziano. Tiempo como capas superpuestas que se despliegan ofreciendo pura emoción y pura poesía que se escande rítmicamente de la edición y el montaje. Y a la que los murmullos ayudan a completar. Algo fantasmático se plasma para hablar de los recuerdos, la memoria y el pasado.
Una puesta en escena precisa y pensada pero que a la vez se “presenta” como natural y fluida, una impresionante fotografía y un trabajo con los silencios y lo entrevisto (visillos, vidrios, espejos, telas, velos) son los procedimientos que Fontán elige para narrar una historia que se cuenta en imágenes demostrando que la palabra y la actuación no son imprescindibles para ello.