El tiempo recobrado
La película cierra una lírica trilogía que el realizador había comenzado con “El árbol” y había continuado con “Elegía de abril”.
Uno de los enigmas centrales de la vida es el paso del tiempo. El devenir entre el ser y el dejar de ser, entre nuestros precarios destinos y la ausencia definitiva. En una trilogía que ahora se completa con La casa (precedida por El árbol y Elegía de abril ), Gustavo Fontán logra acercarnos -sin retórica, solemnidad ni sentimentalismo- a este doloroso misterio natural, dotarlo de fantasmal lirismo y establecer -apenas con un delicado plano final- el módico consuelo de la sucesión biológica y de la creación artística: nadie ni nada se muere del todo mientras haya alguien o algo que lo recuerde. La función, precisamente, que cumple el cine de Fontán, capaz de poner en imágenes -y de impulsar en el espectador- los mecanismos de la memoria.
Su nueva película se desarrolla en el mismo lugar que las anteriores: su casona natal de Banfield. Aunque decir se desarrolla es injusto. Porque en este caso, aun más que en los anteriores, la casa es el personaje principal o incluso “es” la película. La cámara -que se mueve en travellings y nos otorga planos subjetivos- funciona como sus ojos; el sonido, como sus oídos. Las percepciones, cargadas de reflejos borrosos, ruidos cotidianos y espectros queridos, nos permiten recobrar, transitoriamente, lo perdido.
Pero entre estas evocaciones poéticas se cuela, bruscamente, la realidad. La casa está a punto de ser demolida: su nostalgia tenía motivo. El trabajo de vaciamiento, hecho por humanos, y el de destrucción, a través de topadoras, es experimentado por el espectador de un modo casi físico. La atmósfera onírica, de interiores, le deja paso a un presente duramente concreto, arrasador.
La película, que prescinde de diálogos y narración, no exige un espectador intelectual, ni siquiera analítico, sino uno abierto a experimentar con los sentidos, a completar con su subjetividad una propuesta abierta, a no ser pasivo, a “sentir” el filme.
Fontán y su equipo trabajan en base a ideas generales claras y a una pericia técnica sustentada en la investigación minuciosa de los espacios y de las posibilidades fotográficas y de sonido. Sin embargo, este conciencia de qué se quiere lograr no hace que La casa funcione como un mecanismo: la película abunda en imágenes que parecen captadas casi por casualidad, como si fuera posible capturar fantasmas.
Si la trilogía comenzaba con una acacia muerta, sostenida por otra frente a esa misma casa, este último filme de la serie cierra con dos árboles fwrondosos, meciéndose con la brisa. Un gran alivio, luego de la tarea de demolición: una forma sutil de demostrar que los procesos de la existencia se clausuran para habilitar a otros.