“La casa”: serie de evocativas y poéticas viñetas experimentales
Primero fue «El árbol». Lo había plantado el padre en la vereda, el mismo día que nació su primer hijo. Ahora está seco y puede caerse encima de alguien. Lo que le cae al padre, sin que nadie necesite explicarlo, es la conciencia de los años. Después, «Elegía de abril», melancólico encuentro con una obra del abuelo ya muerto, inútilmente guardada y olvidada en una pieza durante medio siglo. Ahora es «La casa». Con ella cierra Gustavo Fontán una trilogía sobre su hogar paterno, allá en Banfield. El hogar perdido. Como el árbol, la casa tampoco existe más.
Lo que acá vemos es, precisamente, una serie de viñetas del adiós. No a las personas que vivieron en ella, sino al piso gastado, la luz sobre la pared a cierta hora de la tarde, las manchas, el eco de los sonidos que la habitaron: la campanada de un reloj, la cajita de música. También, los ecos de algunas imágenes perdidas: la gallina que se metió desde el patio, alguien tocando el acordeón visto desde abajo, como si fuera el recuerdo de un niño (y le surge el músico, pero no la música). Otro recuerdo, el niño que alguien alza para que pueda tocar los caireles de la araña, que en ese momento reflejaban el sol con distintos colores.
Ahora la araña no está más. Lo primero que vemos son los cables como yuyos colgando sin sentido. Debajo estaría la mesa familiar. Pero arriba ya están golpeando el techo con la maza, ya cae el techo, sigue la maza por las paredes, viene la topadora. Esas y otras imágenes, y otros sonidos en relación a jirones de recuerdos y fragmentos del presente que empieza a irse, componen la obra, un mediometraje que es casi un bonus de las anteriores, un epílogo. Pocas cosas más podemos ver. Varias de ellas provocan nuestros propios recuerdos. Esa es la intención.
Y cuando todo es ya un polvoriento montón de bloques de ladrillos descompuestos por el suelo, la cámara se eleva y se queda mirando los árboles jóvenes plantados en el corazón de la manzana. Mecidas por el viento, las hojas susurran y parecen estar comentando los sucesos del día. ¿Hablan los árboles entre ellos?, se preguntaba Juan L. Ortiz, el viejo poeta lírico. Gustavo Fontán cree que si. Y lo mismo ha de creer Diego Poleri, su director de fotografía, que en este caso viene a ser como el tipógrafo más indicado de una imprenta artística, adonde un poeta entrega sus escritos para una cuidadosa edición de autor, de pocos ejemplares, y de íntima repercusión.