En La casa, última película de la trilogía de Gustavo Fontán sobre su casa paterna en Banfield, el director no sólo consigue plasmar el crepúsculo de ese espacio familiar, plagado de recuerdos y todavía habitado por tenues fantasmas que parecen despedir la casa, sino que se dispone a filmar sin vacilación alguna la destrucción total de ese refugio y perímetro de auxilio. Es difícil describir el poder material y persuasivo de los planos cinematográficos de La casa. ¿Es un documental sobre espectros? ¿Se trata de una poesía fílmica, tan melancólica como fetichista, acerca de los ladrillos como últimos vestigios de una historia familiar pretérita? No hay duda de que La casa es un filme-trance: el movimiento perpetuo de sus imágenes y el hipnotismo sonoro de su banda de sonido funcionan como una experiencia sensorial incesante. La luz sobre los pisos y las paredes, los vidrios y sus reflejos, los objetos que conservan historias se yuxtaponen en una imagen total de un espacio viviente, de tal modo que Fontán parece estar filmando al unísono todas las memorias de quienes han transitado ese recinto. Allí pasaron niños, viejas y nuevas familias, jóvenes y ancianos. Y llegará el final: las grúas derrumban la vieja casa de barrio, demuelen el rastro de la memoria. Un árbol será el único sobreviviente, junto con su contraplano secreto: la cámara que filma.