En 1989, tres semanas después de la significativa protesta estudiantil en Tian'anmen, José Luis García, más por azar que por convicción, reemplazó a su hermano en un viaje a Corea del Norte para participar en un festival internacional de la juventud de distintas agrupaciones de izquierda de todo el mundo. Financiada por la Unión Soviética, esta internacional estudiantil discutió sobre la vigencia del imperialismo, el cese de las armas nucleares; incluso, los miembros del Partido Comunista inglés reconocieron la soberanía argentina en las Malvinas. Tiempo de palabras, manifiestos y gestos. García, ostensible cineasta precoz, registraba el momento como si ya fuera un cineasta experimentado: sus imágenes tienen un valor histórico y sociológico, y sus encuadres y movimientos de cámara ya revelaban la gramática de un cineasta. Su talento es evidente.
También por azar, García filmaría al personaje de su película: Im Su-kyong, una joven surcoreana que cruzaría la frontera y el pasillo de cuatro kilómetros que dividía y divide aún las dos Coreas, bajo un lema: la reunificación de Corea. La hazaña de Im fue un hito nacional y un dilema político, y para García fue la gran experiencia de su viaje.
En todos esos años, aquel registro de su viaje permanecía con él, y una inquietud: ¿qué habrá sido de la vida de Im? Tras rastrear las huellas de la joven por Internet, García descubre lo que vino después para la vida de su heroína: algunos años en la cárcel, una maternidad dolorosa, un retiro en un monasterio budista y una carrera académica. No hay dudas: la vida de Im es de película. Y por eso, aunque no sólo por eso, García le escribirá un par de mails, viajará a Corea para entrevistarla y de ese modo cerrará su película. Aunque habrá un poco más y una sorpresa.
El encanto de La chica del sur es múltiple: se descubre un país en dos tiempos históricos, y a través de dos personajes de una misma generación, Im y García, se constata la discreta pero poderosa mutación de una mentalidad colectiva. Los dos jóvenes, hoy adultos, sin traicionar sus simpatías por una difusa utopía, piensan y se piensan en unas coordenadas simbólicas inasimilables dos décadas atrás. La revolución ha sido sustituida por el humanismo, y la delimitación y distancia de la vida privada respecto de la vida pública es un dato empírico de la experiencia social. Es otro mundo, y ellos ya no son los mismos.