El abismo del tiempo
En los últimos meses llegaron a nuestras pantallas dos muestras de que el 3D es una herramienta de infinitas posibilidades. Primero fue Pina, de Wim Wenders, y ahora -después de su paso por el último BAFICI con funciones agotadísimas- la imperdible La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog.
En tiempos de piratería, hay que empezar diciendo que tanto Pina como esta película demandan ser vistas en el cine; no hacerlo sería casi como perdérselas. En ellas el 3D no es un simple truco, sino que está íntimamente ligado al tema de la película: la danza, en el caso de Wenders; las pinturas rupestres, en el caso de Herzog.
En La cueva de los sueños olvidados, Herzog y su equipo son de los pocos privilegiados autorizados a adentrarse en la cueva de Chavuet, que alberga las pinturas rupestres más antiguas descubiertas hasta la fecha. Decíamos que la tridimensionalidad es aquí esencial: primero, porque aunque la pintura sea definida como un arte bidimensional, las pinturas rupestres están encarnadas en la piedra, con todos sus accidentes, y el 3D recupera –aunque sea en parte- esta materialidad. El 3D evidencia también su asombroso estado de conservación (asombroso al punto que se llegó a creer que podían ser falsas) de un modo que ningún testimonio habría logrado. Por otro lado, es una herramienta ideal para un cineasta que siempre le pone el cuerpo a sus películas, pero literalmente; el 3D permite compartir esto en cierto modo con el espectador, haciendo que la inmersión en la cueva se vuelva casi tangible. Relieve y profundidad: estas son las dos claves de la fotografía de la película.
El acceso a la cueva es restringido desde un comienzo: pocos días, pocas horas, con un equipo reducido, sin posibilidad de ir más allá de un camino ya pautado. Las imágenes son, entonces, limitadas. Herzog rodea una y otra vez las mismas pinturas, hipotetizando sobre eso que a la vez nos une y nos distancia de quienes las realizaron, buscando la clave de ese momento en el que despertó el alma del hombre moderno.
La película, estructurada a partir de la inconfundible voz del director y de los testimonios de los científicos que estudian la cueva, sería en otras manos poco más que un documental educativo, aunque su objeto sea fascinante. El documento sigue ahí, pero Herzog la convierte en mucho más que eso.Para empezar, a través de sus reflexiones. Con Herzog es imposible saber cuándo tomarse las cosas en serio; hay en él un extraño sentido del humor y una solemnidad extrema, que combinados dan como resultado una visión del mundo delirante y sobrecogedora a la vez (como ejemplo bastan las digresiones del epílogo). Pero además, gracias a su capacidad de construir los personajes más insólitos a partir de lo que en cualquier otro documental habría sido tan sólo un testimonio.
Todos los personajes del film podrían ser el punto de partida para otra película de Herzog: el antropólogo que fue malabarista, el que recrea vestimenta e instrumentos musicales prehistóricos, el experto en perfumes que trata de descifrar el aroma de la cueva… Todos están tan poseídos por su tarea científica como lo estaba Fitzcarraldo por la idea de arrastrar un barco cuesta arriba a través de una montaña.
Hay un vínculo indisoluble entre el cine de Herzog y las fuerzas naturales (el hombre, entre ellas). Quizás todo lo que nos cuenten sus películas sea el devenir de un paisaje interior: el hombre poseído por el mundo, el mundo como expresión del hombre; y siempre, al final, la naturaleza como un ente inconmensurable y superior a toda estrategia humana de conquista y conceptualización. Entre las pinturas rupestres y nosotros hay un abismo de tiempo infranqueable, que las hace inaccesibles a un nivel esencial. A esa distancia se suman las otras, las que impone la ciencia: para conservar la cueva hay que prohibir su acceso. Podemos proyectar sobre esas pinturas sólo lo que sabemos; la película nos las muestra bellísimas en su misterio, y delineadas por las múltiples miradas que intentan descifrarlas. Pero hay mucho que no sabemos, y que no se puede recuperar. Como dice Herzog sobre nuestros antepasados: “nosotros vivimos encerrados en la Historia, y ellos, no”. Frente a la infinita distancia que nos separa de las pinturas de la cueva de Chauvet, sólo quedan preguntas.