Un viaje alucinante
Werner Herzog forma parte de esa clase de cineastas a los que determinados rótulos genéricos no les cuadra o al menos habría que considerarlos con cierto cuidado. Decir que La cueva de los sueños olvidados es un documental (por lo menos en su sentido más convencional) representa, al igual que en sus trabajos anteriores, una insuficiencia puesto que la película intenta desplazarse en forma permanente hacia otros terrenos, a la vez que confirma, una vez más, los rasgos de una poética personal.
La historia de base es así: en el sur de Francia, en 1994, tres exploradores encontraron una cueva con imágenes pictóricas, las más antiguas descubiertas hasta la fecha. Por supuesto, esta es sólo la excusa para que con poco material y limitaciones técnicas evidentes, el cineasta alemán descubra, fascinación mediante, una nueva forma de sinfonía visual, una expresión estilizada de un paisaje (“instante congelado en el tiempo”) y una reflexión sobre la forma en que el ser humano se representa con imágenes.
Desde el inicio, la delicada partitura musical, sumada a la voz en off del director, nos instala en un ámbito hipnótico (procedimiento similar a otra obra mayor y recomendable del realizador, Lecciones de oscuridad), mientras la cámara viaja y envuelve panorámicamente toda la naturaleza circundante a la cueva de Chauvet. Es el primer signo de desplazamiento, uno de los momentos de poesía, de búsqueda de imágenes, uno de los puntos sobresalientes dentro de las preocupaciones de Herzog y de su posición con respecto al estado actual del arte cinematográfico. Bastan algunas declaraciones al respecto, a propósito de una retrospectiva dedicada en Buenos Aires a su obra hace unos años: “Estoy harto de las imágenes de las revistas, de las tarjetas postales. Estoy harto de entrar a una agencia de viajes y ver un cartel de Pan Am sobre el Gran Cañón: es un desperdicio, imágenes gastadas”. O la famosa aseveración en la película de Wim Wenders, Chambre 666, de 1982: “Lo que pasa simplemente es que sólo quedan pocas imágenes”. Por algo llegó a decir que se iría a Marte a buscar imágenes puras. Este sentido político en torno a la representación aparece como constante desde Fata Morgana (1971) hasta la increíble The wild blue yonder (2005), y se reitera con variantes en esta nueva incursión, al presentar las pinturas como una forma de protocine por encerrar en su naturaleza misma la posibilidad de movimiento, como si aquellos artistas fueran realizadores que proyectan su ilusión (sus sombras) sobre las paredes (pantalla). Herzog imagina los sujetos con antorchas frente a la superficie, bailando, e inserta un pasaje de Fred Astaire para establecer una ocurrente continuidad histórica y para confirmar el carácter atemporal del registro humano. A esto se suma la necesidad de recontextualizar estéticamente esas imágenes, de aportarles un nuevo universo de sentido. Para ello, recurre una vez más al poder del relato, a la fascinación de contar e inventar historias. Hay en la película diversos niveles de enunciación que apuntan a cautivar a los oyentes, desde la misma voz en off, pasando por los testimonios científicos, hasta las sentencias de carácter más universal. Nunca el relato es una simple exposición de cabezas parlantes.
Otros momentos a través de los cuales el mero registro queda descartado se hacen evidentes en la forma en que la cámara mira a los protagonistas y éstos mismos devuelven su mirada. Son instantes que marcan la sensación de estar en otra esfera existencial (“la cueva es como una cápsula del tiempo”), experiencia que se repite en el epílogo donde se contrasta esta maravilla descubierta con unas centrales nucleares muy próximas. Allí se nos muestra el plano detalle de los ojos de cocodrilos mutantes albinos y se escucha al propio Herzog diciendo “al ver las pinturas, pensé qué harían con ellas. Nada es real, nada es cuento”, una reflexión que apunta a la cuestión de la mirada y que, a esta altura, postula la ilusoria verdad de todo registro documental.
En efecto, parece decirnos el director, con pocas imágenes se puede mostrar todo lo que uno pueda ser capaz de recrear. No obstante, una vez más, el desafío es mayor. Es conocida el aura que se ha generado en torno a cada experiencia de rodaje del alemán (otro acervo de historias extraordinarias), y ésta no es la excepción. En primer lugar, por las limitaciones técnicas que supone filmar en un lugar tan acotado, tóxico y con el tiempo justo. La primera parte es una exposición de las dificultades que ello supone. Sin embargo, Herzog no hace de esto un lamento sino que explora las posibilidades expresivas que tal ámbito ofrece desde lo visual pero también desde lo sonoro: “Vamos a oír el silencio de la cueva”, mientras se escuchan progresivamente latidos -lo que recuerda a la hermosa frase que inaugura El enigma de Kaspar Hauser (1974), si de continuidades y poéticas hablamos-: “¿No oyes la horrible voz que grita en el horizonte, a la que normalmente se le llama silencio?”).
Por último, una breve coda sobre el 3D, modalidad que parece despabilar a varios en los últimos tiempos. El mismo Herzog se encargó de explicar su uso (“cuando vi el relieve de la caverna, comprendí que el único modo de transmitir cabalmente la noción de ese espacio era filmándolo en tres dimensiones”). La modalidad elegida confirma sus ambiciones ilimitadas (equipos complejos en espacio reducido), a la vez que invierte el postulado que parece predominar en la actual industria del entretenimiento, por el cual una idea debe estar sujeta a la explotación tecnológica. Aquí, se elige el camino contrario, en pos de un sueño.