Hay algo interesante en el hecho de que un cineasta considerado magistral como Werner Herzog tome el artefacto 3D y realice con él un documental. De algún modo, legitima un procedimiento que, hasta ahora, era considerado sólo como un aditamento comercial más o como la posibilidad de que el cine remedara a una montaña rusa. Es también interesante que Wim Wenders haya realizado su homenaje a Pina Bausch utilizando la misma técnica y casi al mismo tiempo: ambos cineastas muestran que el 3D es ideal para sumergir al espectador en lo más parecido a la experiencia de la realidad, y reclaman su dominio para el género más alejado del artificio. En este caso, Herzog recorre cavernas antiguas donde hombres que vivieron hace miles de años retrataban en las paredes su sueños, sus fantasías y sus deseos. Por cierto, los discursos a veces cómicos de Herzog hacen contrapunto con el mero registro. Y, en algún punto, también señala los límites -técnicos, sí, pero también emotivos- del procedimiento. Sin dudas, el film representa una experiencia lúdica extraordinaria, mientras que Herzog nos cuenta que es imposible transferir todos los elementos de esa experiencia en el mundo real. Lo hace, por cierto, con humor y fascinación tanto por el aparato que tiene entre manos como por ese mundo: la más alta tecnología del arte se encuentra con la más baja y ambas se identifican. Un entretenimiento, pues, paradójico y por eso mucho más interesante que su propio tema.