Un arqueólogo del presente Pocos son los casos en donde se puede acceder al interior de una institución en su pleno funcionamiento. En este sentido, pareciera inapelable pensar en la figura de Frederick Wiseman como la persona indicada para dirigir un documental -casi un institucional- acerca del ballet de la Ópera de París. ¿Por qué? Bueno, precisamente porque Wiseman es algo así como un dios terrenal de los documentales sobre instituciones (de Titicut Follies a Domestic Violence, una enorme gama de instituciones es recorrida por el notable director estadounidense) y la sola posibilidad de mostrar la “cocina” de la segunda compañía de ballet más importante del mundo merecía un ojo especialmente colocado. Wiseman no renuncia jamás a su estilo híper-neutral pero íntimo (también conocido como “mosca en la pared”); sin embargo, hay algo en el film que resuena a universo conocido, a reiteración de tópicos autorales y que, extrañamente, concentran la atención en el “asunto” que sobresale, es decir, en las representaciones de cada ballet y no en los detalles: en definitiva, la magnificencia de la danza pareciera haberle ganado lugar a la capacidad de observación. Pero vayamos por partes. El film se organiza en torno a una serie de temas a los que vuelve de forma cíclica. Veamos cuáles son: Por un lado, está la minuciosidad de los ensayos, asunto que justamente se lleva la mejor parte del documental: paciencia, observación, seguimiento pero sobre todo capacidad para invisibilizarse. No asistimos a nada extraordinario (como sí podía suceder en otros documentales del director), pero al mismo tiempo estamos ahí. Ese pequeño triunfo cinematográfico, a su vez, es apenas una de las tantas partes de la película. Si los sumamos, son casi un largometraje corto de unos 70 minutos. Ahí está el núcleo deslumbrante de la mirada de la película. Por otro lado, está el asunto de la organización de las presentaciones de los siete ballets: la burocracia, los inversores, las relaciones públicas, las galas, la resolución de pequeños problemas: en este segmento, Wiseman vuelve a poner el ojo pero consigue pocas situaciones cinematográficas, como si la burocracia de la producción del Ballet no quisiera abrir sus puertas. De ahí que los momentos en donde la directora del Ballet se sale de su lugar contemporizador es cuando el asunto adquiere mayor interés (sobre todo cuando aparece como central el problema de las jubilaciones, los pequeños roces y chismes dentro de la compañía, y -por último- la tensión educativa entre una orientación más clásica, canónica y una más cerca de lo contemporáneo). El tercer aspecto aparece en los detalles del detrás de escena, en la verdadera “cocina”, en donde a diferencia de los planos generales y abiertos de las primeras dos variantes, se opta por planos cortos, cerrados: pasillos, escaleras, lugares de paso, comedor, por un lado y las actividades indispensables pero ocultas para la continuidad de la institución: los arreglos y refacciones, la confección de las prendas de vestir, la limpieza del lugar, entre otros. Ahí es donde el espíritu minucioso de Wiseman se reactiva y se va de cauce, justamente, para eludir eso que es central que no es ni más ni menos que el ballet en escena con público (nunca vemos al público sino que la situación se revela plenamente endogámica). El resultado, cuando aborda este aspecto, es el de un arqueólogo del presente. Entre esas tres posibilidades se desplaza La danse: El ballet de la Opera de París: la fascinación por un mundo desconocido, obsesivo y milimétrico, la paciencia ante las formalidades de una institución, esperando la irrupción de un acontecimiento y, por último, los huecos, los intersticios, lo que esconde toda institución pero sin lo cual jamás podría existir.
La práctica hace la perfección El realizador Frederick Wiseman expone el funcionamiento del Ballet de la Ópera de París. Lo que vemos en la pantalla son bailarines, coreógrafos, músicos; todos ellos uniendo sus saberes y esfuerzos para construir y dar forma a las obras clásicas y contemporáneas del ballet. La danse, el Ballet de la Ópera de París (2009) podrá verse exclusivamente en la Sala Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530). El documental intenta que nos adentremos en el ritmo vertiginoso y disciplinario que tienen las clases y ensayos. Casi no hay momentos de distensión, al contrario, la exigencia parece demasiada para concederle tiempo al ocio. Los aspectos administrativos de la institución, guiados por su directora artística, y finalmente el resultado final del todo, es decir, las funciones, completan el panorama de este peculiar submundo. Palpitar un poco la trastienda del universo del ballet implica posicionarse en el mismísimo proceso de “producción”, por decirlo de algún modo. La elegancia, lo etéreo, la liviandad, la docilidad de los cuerpos que el público ve en escena al contemplar un ballet son el producto de una serie de mecanismos, reglas, aprendizajes, y sacrificios. Donde un espectador cualquiera aprecia un bailarían girando sobre su eje con una magnífica soltura, elegancia y armonía, la otra cara nos devuelve una realidad distinta: una suma de músculos contraídos, de esfuerzos y trabajos sistemáticos de un grupo de personas dedicadas y apasionadas por la danza. Ahora bien, este documental no deja de ser una obra cinematográfica. El director junto con su cámara se convierten en objetos invisibles dentro de cada lugar donde se posicionan. Y eso es más que notorio pues nunca nadie alude a su presencia ni parece perturbar en absoluto la continuidad de las actividades. Esta habilidad le permite sentir al espectador que él está allí sin mediación de la cámara lo cual ayuda a interiorizarse con este mundo. Sin embargo, la sensación general es que por momentos todo se torna muy repetitivo, y tal vez un uso más diverso del montaje podría haber revertido dicha sensación generando una dinámica visual que ciertamente falta. Es cierto también que los films de Wiseman (quien ya tiene amplia trayectoria introduciéndose como observador de distintas instituciones) suelen tener este estilo más allegado al cinema verité y por eso se torna difícil criticar su obra como si fuera cualquier otro documental, por lo cual se deben considerar las limitaciones que este estilo propone. Las dos horas y media de duración sumada a su monotonía temática y visual pueden resultar tediosas para aquel que no tenga al ballet dentro de su círculo de intereses artísticos. Pero si el acercamiento posee una mirada curiosa y deseosa de conocer más sobre el mundo de la danza este es el film indicado.
Wiseman, de larga trayectoria como documentalista, nos introduce en el arduo mundo del ballet. La protagonista no es la danza, sino la Compañía de la Ópera de París. El film inicia con imágenes del subsuelo del edificio, de los corredores internos, con elementos de utilería. Todo el documental es un gran backsteage de la cantidad de recursos que mueve una compañía de esta magnitud. Como un dios moviendo los hilos de las marionetas se la muestra a Brigitte Lefèvre, la directora artística. Su palabra es la primera y la última. A ella recurren los coreógrafos para organizar su cuerpo de baile, los bailarines para debatir sus participaciones en las obras, los inversionistas, los sindicalistas para organizar el pedido al Ministerio acerca de las jubilaciones. Ella es la cara oculta y visible de la Ópera de París. Entre imágenes de pintores y albañiles que mantienen impecable el edificio, la preparación de la saludable comida y la construcción del vestuario, se nos muestran los ensayos de siete obras, tanto clásicas como contemporáneas. Se nos muestra el lenguaje propio de cada coreógrafo y su modo de trabajar con los bailarines. Mientras en las obras de contemporáneo el nombre de los pasos no importa (porque muchas veces no lo tienen), la música son simples marcaciones de ritmos y el eje es que el bailarín entienda el sentimiento tras cada gesto, en las obras de clásico el lenguaje es rígido, a cada nota corresponde un paso muy preciso, y la búsqueda final es la máxima belleza estética. Más allá de mostrarnos la ardua tarea de todos lo que integran la compañía, el punto de Wiseman es que conforman una compañía, todos necesitan del otro para hacer su trabajo. Y la danza como arte está allí en medio, como posibilidad de condición y finalidad al mismo tiempo.La danse, el ballet de la Opera de París
El magnética mirada de Frederick Wiseman Este jueves se estrena una de las películas del año. No, no se trata del delirio onírico de Christopher Nolan (al que quizá le dedique algunas líneas en los próximos días) sino de La danse, el ballet de la Ópera de París, de Frederick Wiseman. No sólo por sus méritos -que los tiene- sino además por lo extraordinario de la situación: es la primera vez que se estrena en Buenos Aires una película del maestro del documental, un tipo con más de 40 años de una trayectoria impecable. La cámara omnipresente de Wiseman se interna esta vez en el Palacio Garnier para recorrer sus oficinas, sus salas de ensayo, sus talleres, sus pasillos. Intransigente en su estilo, el director se dedica a mostrar sin explicaciones, con fragmentos aparentemente inconexos de la vida cotidiana de una de las óperas más prestigiosas del mundo. Su mirada sobre las cosas aparece sutilmente en el montaje, como cuando parece comparar la severidad de un ensayo en el que participan una docena de bailarinas con el entrenamiento militar. El domingo el diario Clarín publicó una breve entrevista a Wiseman. "Ninguna de las personas que aparecen en el filme está identificada y así muchos no sabrán quiénes son Pierre Lacotte y Ghislaine Thesmar. Y conocer que son marido y mujer otorga, creo, una comicidad extra a su escena. En otra, Brigitte tiene una charla telefónica sobre el funeral de un tal 'Maurice', obviamente Béjart. ¿Lo hizo a propósito?", le preguntó la periodista Laura Falcoff, especialista en el tema. El realizador respondió con su habitual parquedad: "Mucha gente encontró muy divertida la escena de Lacotte y Thesmar sin saber que están casados, porque claramente el diálogo entre ellos es el de dos personas que se conocen muy bien. Por otra parte, es evidente que en su conversación Brigitte habla de un funeral. Saber quién es el 'Maurice' que nombra no es el aspecto más importante de la secuencia". Así es La danse: fascinante incluso para quienes ignoramos casi todo sobre lo que se nos muestra. Hay algo magnético en la forma no invasiva de mostrar las cosas. Lo que no hace más que acrecentar las expectativas acerca de la siguiente realización del director: Boxing Gym, que se exhibió en la última edición de Cannes. Wiseman y el boxeo, una combinación irresistible.
El ojo del cazador El gran documentalista estadounidense, monstruo sagrado en su campo, descubre la totalidad y los detalles de esa deslumbrante fábrica de arte que es el Ballet de La Opera de París. “Un artista no siempre tiene explicación para lo que hace; son los espectadores los que deben buscarla.” Resulta inevitable, ante la cita de Jean Cocteau que en algún momento de La danse evoca un coreógrafo, aplicarla al arte de Frederick Wiseman, cuya vasta obra puede considerarse un monumento cinematográfico a la falta de explicaciones. Este legendario octogenario practicó siempre, en sus documentales, un culto de la más despojada y rigurosa forma de observación, poniendo al espectador –sin comentarios o mediaciones– frente a distintos recortes de lo real. Que la película número 38 de este monstruo sagrado –que a partir de hoy Cinemateca Argentina y la Asociación DocBsAs exhiben en exclusiva, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín– vuelva a honrar ese credo debería producir cualquier cosa, menos sorpresa. Reconocido amante del ballet, en la segunda ocasión en que aborda el tema (la anterior, en 1995, se llamó Ballet) Wiseman vuelve a analizar en detalle, como el grueso de su obra, el funcionamiento de una institución. Ya se trate de la educación secundaria (High School, 1968, y High School II, 1994), la Justicia (Juvenile Court, 1973, y State Legislature, 2007), la salud (Titicut Follies, 1967, y Hospital, 1970) o la política habitacional (Public Housing, 1997), Wiseman no aborda “temas” –como los especialistas en generalidades–, sino lugares. Ateniéndose a estrictas unidades de tiempo y localización, en La danse el realizador instala su cámara (siempre una sola, manejada por su mano derecha John Davey) en una geografía reducida, durante un tiempo limitado y sin intenciones de “decir algo” sobre el asunto. A lo que apunta no es a enseñarle cosas al espectador, sino a aprender algo sobre aquello que filma (ver entrevista). Para que esa curiosidad por lo real se transmita al espectador, la puesta en escena debe ejercer su fascinación. ¿Cómo hacerlo? ¿Multiplicando, tal vez, las más diversas armas de seducción cinematográfica? Al contrario: se trata de reducirlas al mínimo, apostando a la concentración en lugar de la dispersión. Concentración dramática y espacial, concentración de la atención del espectador. Que cada plano dure el mayor tiempo posible, que capte la más plena cantidad de detalles, que registre todo lo que sucede en ese momento. Como toda la obra del autor, La danse se extiende en el tiempo (dos horas cuarenta, duración estándar del realizador) y está filmada con la menor cantidad de cortes posibles, en planos generales de larga duración. Planos que permiten no simplemente ver las escenas, sino meterse en ellas. Un organismo funcionando: instalado en el Teatro de La Opera, Wiseman filma todo lo que sucede allí. No sólo ensayos –en las salas y el escenario, con un pianito o música grabada, con luces de puesta o sin ellas–, sino también reuniones, conciliábulos y hasta una asamblea sindical, a propósito de una nueva reglamentación estatal para los organismos culturales. El apellido Sarkozy no se menciona, sí las consecuencias de una política. El ojo de Wiseman está atento al movimiento en los pasillos, al trabajo en las distintas dependencias (desde la sastrería hasta la sala de maquillaje, incluyendo cada plato del restorán) y hasta el último rincón del teatro. El organismo y su entorno: se intercalan planos generales de la ciudad, recordando que esa fábrica de arte no funciona en medio de la nada. En la terraza del edificio, Wiseman descubre a un apicultor con sus abejas, llegado a la planta baja sigue de largo y llega... ¡hasta las cloacas del teatro! La totalidad y sus detalles: indicaciones de los coreógrafos, la protesta de alguna bailarina ante lo que considera exceso de rigor (y sin embargo todos los profesores se comportan con asombrosa politesse), la discusión entre dos coreógrafos (¡que resultan ser marido y mujer!), cierta imprevista comparación entre Medea y los X-Men, un diálogo telefónico referido al funeral de Maurice Béjart. “Ya no tengo 25 años, no sé si estoy en condiciones de abordar varios papeles en la misma obra”, plantea una étoile en crisis en el despacho de Brigitte Lefèvre, deslumbrante directora artística del Ballet de La Opera de París (“nuestra fuerza reside en la calidad”, afirma la mujer en un momento bravo, y no suena a slogan sino a claridad política). ¿Cómo hace Wiseman para filmar momentos de tanta intimidad? ¿Cómo para que todo lo que la cámara registra luzca tan “fuera de cámara”? “Con paciencia, intuición y buena fortuna”, dice el realizador. Con eso, sí, pero también invirtiendo tiempo (doce semanas de rodaje, un año de montaje) y metraje (130 horas, para sacar de allí poco más de un 10 por ciento de duración final). Y también con ese ojo de cazador avispado que todo gran documentalista tiene siempre, necesariamente.
La materia de la colmena Un plano misterioso en el techo del edificio de la Ópera de París descubre a un hombre limpiando un panal de abejas. ¿Por qué está ahí? ¿Qué tienen que ver esos insectos productores de miel con los bailarines de una institución prestigiosa? La respuesta es una metáfora: el ballet parisino es un organismo colectivo y jerárquico que vive en una suerte de colmena. La misión consiste en montar espectáculos de danza (en el período que muestra el filme, El cascanueces , Paquita , entre otros), aunque Frederick Wiseman está interesado en mostrar no sólo el proceso de trabajo sino también el espíritu y la materia de una institución. Formalmente brillante y sociológicamente precisa, La danse no sólo es una generosa introducción (popular) a la danza clásica, una expresión artística ligeramente tutelada por una clase social específica, sino también un magnífico retrato del trabajo. El veterano director estadounidense filma la institución y consigue (de)mostrar cómo se articula la fuerza de trabajo de muchos para que un bailarín doblegue la gravedad y coreografíe en el espacio movimientos que pueden expresar ternura, locura, piedad, ligereza. Los cocineros, los costureros, los músicos empujan a los bailarines. La institución es una totalidad e implica un orden. Wiseman es un maestro de la invisibilidad. Su método consiste en ubicar su cámara en puntos estratégicos de una institución y hacer que sus planos funcionen como un discurso. No hay voz en off, entrevistas o títulos que expliquen. Se trata, naturalmente, de un documental observacional, pero el punto de vista de Wiseman destituye cierta tendencia conformista del observacionismo. Es que, en el montaje, el octogenario director destila su punto de vista: un obrero que pinta una pared mueve su muñeca con gracia. ¿Es un artista? Del mismo modo, los excelsos bailarines, que deberán luchar por el estatus de su jubilación excepcional, son también trabajadores, además de artistas cuyo dominio del movimiento del cuerpo resulta admirable. Por otra parte, la ausencia de bailarines morenos tal vez no sea una contingencia. “Mitad monja, mitad boxeador”, dice un personaje respecto de la danza. Sutileza y fuerza, el cuerpo es aquí una fuerza que produce figuras perfectas que conjuran la anatomía brutal del homo sapiens, poco proclive a la agilidad estética. El placer visual es extremo, y el deseo de bailar ya no será ajeno.
El arte del movimiento La danza, o el arte del movimiento estilizado del cuerpo humano, fue la protagonista excluyente del fin de semana cinematográfico en nuestra ciudad. Dos películas la hicieron suya: la española El Baile de la Victoria, de Fernando Trueba, y la francesa La Danse, del legendario documentalista estadounidense Frederick Wiseman. El estreno simultáneo de ambas película configura todo un signo del estado del cine mundial y de nuestra cultura en particular: la primera, especie de compilación de los peores defectos del colonialismo cinematográfico global, se estrenó en casi todos los complejos cinematográficos de la ciudad; mientras que la segunda, verdadera obra maestra del género documental, se presentó únicamente en el Cineclub Hugo del Carril (ya está fuera de cartelera) por obra y gracia de los esfuerzos de su programador, Guillermo Franco, para traerla a Córdoba. Se trata de un dato elocuente, que no empaña el excepcional año cinematográfico que vivimos. Casi se podría decir que El Baile de la Victoria utiliza a la danza (y a la música y la poesía) como mera excusa argumental, acaso para llegar a un público masivo pero específico, que entiende a la cultura como un tipo más de consumo. ¿Hay acaso algún amor por el arte en esta película estereotipada, perdida en su vocación de volverse universal, en su obsesión por globalizarse, o todo es mera impostura, mera pose de ocasión? La respuesta está más cerca de la segunda opción, arriesga el comentarista, a pesar incluso del currículum de sus responsables, el español Trueba (director de las recordadas Belle Epoque, Calle 54 y El sueño del mono loco, entre otras) y el escritor chileno Antonio Skármeta (autor de la novela original, coguionista e intérprete de un personaje). La película, sin duda, no está a la altura de sus antecedentes, aunque bien mirada parece una derivación lógica de su asociación: El baile de la Victoria es también una nueva (y pésima) traducción cinematográfica del realismo mágico latinoamericano, un movimiento difuso que más de una vez derivó en un costumbrismo vacuo, for export, pensado para el gusto del eurocentrismo colonialista (y por eso no resulta casual que fuera elegida por España para representarla en los Oscar). Especie de thriller folletinesco, de melodrama novelesco y sentimentaloide, El baile… se centra en tres antihéroes arquetípicos en busca de una utópica redención. Su contexto es el regreso de la democracia chilena, momento en el cuál se dicta una amnistía para ciertos presos que beneficia a Nicolás Vergara Grey (Ricardo Darín), un famoso ladrón argentino de bancos, y Angel Santiago (Abel Ayala, el actor de El polaquito), un joven paria que sueña con dar un gran golpe, aunque antes se cruzará con el amor de su vida, una bailarina muda y anónima, hija de desaparecidos (Miranda Bodenhofer). A partir de aquí, se estructurará una típica historia de redención, donde cada personaje deberá enfrentar una gran odisea liberadora (triunfar en el mundo del ballet, recuperar la estima perdida de un hijo, realizar el gran robo final, etc.), que llevarán a la película a perderse cada vez más en la grandilocuencia, la pomposidad, el sentimentalismo vacuo, la falsa afectación y los clichés más obvios, llegando varias veces al ridículo. Ni siquiera el oficio formal de Trueba (que con el metraje se va perdiendo en su voluntad por impactar, por filmar estampitas para el consumo primermundista), ni las forzadas actuaciones de sus intérpretes, pueden salvar al fin a una película condenada a la intrascendencia. Diametralmente distinto es el caso de La Danse, un ejemplo magnífico sobre cómo filmar a una institución: Wiseman es un maestro en el tema, y aquí explora en todos sus vericuetos al famoso Ballet de la Opera de París, una verdadera comunidad viva que trabaja bajo un mismo objetivo, la danza. Sin títulos explicativos, ni ninguna voz en off, Wiseman logra trasladarnos a la interioridad más íntima del Ballet de París: a los ensayos de sus cuerpos de baile y a sus posteriores presentaciones (con grandes obras como El Cascanueces, de Tchaikovsky), pero también al trabajo de sus directores administrativos, a sus reuniones burocráticas, a la labor en las diferentes dependencias del establecimiento (desde la sastrería hasta la cocina o la limpieza y sala de maquillaje), abarcando todos los rincones del considerado segundo mejor ballet del mundo, hasta las mismísimas cloacas del Teatro de París. Todo, filmado con una maestría formal inusual (con predominio de planos generales pero calculados al milímetro para invisibilizar al camarógrafo) que permite apreciar tanto la belleza extrema del baile como los más mínimos detalles del espacio físico y arquitectónico, acaso la quintaescencia del cine. Semejante trabajo obsesivo (que requirió doce semanas de rodaje, un año de montaje y 130 horas de filmación) traduce precisamente un amor incondicional por el arte en cuestión (el cinematográfico sobre todo, pero también por el ballet), e implica también una concepción del cine como un vehículo de descubrimiento, un modo privilegiado de conocimiento y de reflexión sobre el hombre y sus circunstancias. Por Martín Ipa