El Nuevo Cine Rumano sigue imponiendo obras totalmente personales. Hoy seguimos llamando así a una ola de narradores que ya data de unos 15 años de arribo a la pantalla internacional y al reconocimiento de una ética/estética con fuertes factores comunes. En esta ola se conjugan claves narrativas con fuertes propuestas dramáticas que no se dejan llevar por modismos facilistas y mantienen su estilo a rajatabla.
Constantin Popescu mantiene la impronta que la cinematografía rumana propone: impiadosos a la hora de presentar un drama, focalizados en la novela familiar para espejar su sociedad, críticos en sus propuestas pero sin juzgar a sus personajes, psicológicos en las construcciones de sus mundos volcánicos, potentes en sus tiempos largos para crear esas emociones que se contienen más que los que se exteriorizan, aquellos sentimientos que cuando aparecen arrasan.
En esta historia la lente se enfoca en Tudor Ionesco y su familia, sus dos hijos y su mujer quienes parecen vivir una cómoda y armónica cotidianeidad sin angustias ni sobresaltos. Un día más, en uno de los tantos paseos a la plaza de Tudor con sus hijos, entre juegos y distracciones mínimas la niña desaparece.
Primero se dispara lo que podríamos llamar el thriller que produce la búsqueda. El proceso inicial de la investigación por la desaparecida, lo concerniente al mundo policial, la tensión del tiempo que parece correr invertido y las preguntas que no encuentran respuesta inmediata , todos estos puntos generan ese clima de suspenso y tensión narrativa propia del género. Pero el filme no apuesta en establecerse solamente allí, sino que avanza hacia otros territorios del drama, aquellos más íntimos del cuadro familiar.
Luego de presentarse la trama con el impacto de las secuencias de inicio – la de la plaza en particular – el filme sortea el lugar que podía ofrecerle el thriller al relato para instalarse en la meseta producida frente a las no respuestas sobre la niña desaparecida. La energía del drama viaja a observar a los personajes de cerca, y cómo el universo familiar reacciona frente a este vacío insoportable. Se instalan momentos angustiosos lleno de impasibilidad, de inacción, de un tiempo que no acontece o no avanza, y los personajes en este caso se hunden en él.
Tudor es el centro del centro de todas las miradas posibles, el volcán emocional que acumula ira y frustración, angustia y desasosiego, en un silencio letal. En sus ojos vemos como se va desgranando a lo largo de las casi tres horas de película, con un lento proceso auto destructivo, lleno de señales progresivas que dan cuenta de sus estadíos. Hay huellas, sin duda, de la “Pororoca” que se adviene.
Hago un pequeño desvío aparente en el texto, para referirme a su título mucho más cristalino de lo que pareciera, pues nos habla del mismo drama del filme y de cómo la estructura de este tiene que ver con la metáfora de “Pororoca”. Pororoca es un nombre indígena con el que se denomina al “gran estruendo” o “gran rugido” que es el choque destructor producido por el oleaje del río amazonas en la desembocadura del Atlántico.
Y así funciona este filme, que nos prepara para sus “Pororoca” narrativos. Haciéndonos escuchar sus presagios sonoros antes de que llegue el gran rugido que todo lo destruye, y embiste con todo lo que hay a su lado.
El primer “gran estruendo” suena con la desaparición de la hija de Tudor, luego nos domina un aparente silencio de muerte que se instala en las largas escenas preparativas para el estallido final. El último rugido del río se da cuando Tudor que está enjaulado en una obsesión sin solución, desesperado y enceguecido, cae en una depresión infinita donde el estruendo arremete con la destrucción de sí mismo y de todos sus vínculos.
¿Cómo sobrevivir a la muerte? ¿Cómo sobrevivir a la desaparición? La ausencia como vacío insoslayable e insoportable es lo que aborda el filme presentándonos a un hombre que se hunde en el agujero de la pérdida.
Bogdan Dumitrache es el actor que le da vida a este personaje, el Tudor que sostiene el filme de punta a punta con su encrucijada interior. Brillante en su desempeño – recibió por ello la Concha de Plata en San Sebastián– se destaca en la composición de una elaborada contención emocional, con sus matices y sus estadíos de cambio. Ya nos impactó en otros filmes como Madre e hijo (2013), La muerte del Sr. Lazarescu (2005), Cae la noche en Bucarestt (2013) y Sieranevada (2016).
Sin dudas con sus largas tomas, sus tiempos cadenciosos y extensos, sus plano secuencia que generan tensión o inmovilidad Popescu le da el marco de espacio y tiempo cinematográficos ideales en su estética para este cuestionamiento ético existencial.
Por Victoria Leven
@victorialeven