Conversaciones existenciales Filmada en blanco y negro y con sólo dos personajes en escena, La educación gastronómica (2012) desarrolla múltiples temas existenciales relacionados con la identidad, la crisis de los treinta y el espacio donde uno decide vivir. La película trata de dos amigos de la infancia (Gabriel y Camilo) que se reencuentran después de un tiempo en San Martín de los Andes, su pueblo natal. Gabriel actualmente vive en Buenos Aires y está de visita familiar, con el brazo enyesado y sin mucho para hacer. Camilo volvió de Buenos Aires y se instaló definitivamente en el río y la montaña. Ahora tiene mucho tiempo para compartir y dialogar. Los dos modelos de vida se contraponen en largas conversaciones existenciales donde expondrán los puntos en común (y la falta de los mismos) que alguna vez tuvieron de chicos. La educación gastronómica es una película generacional, donde la falta de objetivos claros en los jóvenes que están a punto de cumplir treinta años, los empuja a enfrentar dilemas de orden existencial relacionados con la proximidad con la madurez: Un amigo que tienen en común está igual a su padre, comentan con asombro –y cierto temor- dando el puntapié inicial a la conversación. Con largos y jugosos diálogos, la película que recuerda al Jim Jarmusch de Coffee and Cigarettes (2003), no necesita grandes movimientos de cámara ni virtuosas angulaciones para tornarse interesante. Son los temas y la cercanía con los mismos, lo que plantea el dilema del film. El espacio “natural” de San Martín de los Andes aparece en las transiciones en breves y curiosos planos de árboles, sus raíces, ríos y montañas, que expresan el tiempo y espacio especial del lugar. Imágenes en blanco y negro que representan la rugosidad (de las relaciones, de las raíces familiares) tanto a nivel simbólico como a nivel estético. Sin embargo, y lejos de ser un film críptico, La educación gastronómica consigue con una simpleza prodigiosa la identificación espontánea con el público.
UN FILM INOFENSIVO Me ha sucedido durante el BAFICI y también en Mar del Plata, donde participó La educación gastronómica en la edición del 2012: me surge la duda de cómo ciertos films argentinos entran en competencias de festivales prestigiosos, siendo apenas acertados ejercicios para escuelas de cine. Es lo que me sucede con la ópera prima de Marcos Rodríguez, quien luego dirigiría el mucho más interesante documental Arribeños. Estamos ante una película apenas correcta en su realización, con dos actores que en ciertas secuencias evidencian dificultades para llevar los protagónicos de este relato centrado en dos compañeros de la escuela secundaria que se reencuentran en su pueblo de origen. Uno está clavado ahí, obligado a esperar que una fractura de su brazo evolucione para poder regresar a Buenos Aires. El otro había probado suerte antes en la Capital, pero prefirió volver a la ciudad. Ambos inician una serie de charlas y encuentros, buscando retomar la amistad que había quedado interrumpida por la llegada de la adultez. No hay mucho más en la narración (de hecho, se puede decir que casi no hay conflicto) y eso termina atentando contra el resultado final, que es tan vacuo como inofensivo. De hecho, el film, a pesar de sus escasos 84 minutos de duración, da la impresión de haber sido estirado demasiado y que su relato daba más para un corto o mediometraje. Sostenida básicamente en la palabra antes que en las imágenes, con algunos diálogos interesantes y otros demasiado impostados, La educación gastronómica no ofende pero vuelve a plantear una dicotomía permanente en buena parte del cine argentino: cuál es su público, su horizonte de espectador y qué es lo que busca transmitirle. Una película chiquita, demasiado chiquita, sin grandes elementos para destacar.
Dos que alguna vez fueron amigos en un pueblo chico, en la infancia y la adolescencia, vuelven a encontrarse por azar en la ciudad. Se juntan a reconocerse, pero el tiempo no pasa en vano y las personas hacen, cada una, su propio camino. Con delicadeza, con humor y con buen oído para los diálogos cotidianos, Marcos Rodríguez crea una fábula sobre el paso del tiempo, lo irreversible y la empatía que vale la pena conocer.