Como buena obra hija de su tiempo, La epidemia, una remake de The Crazies, la legendaria película de George Romero, se las ingenia para expresar una sensibilidad de época y a la vez hacer buen cine de terror. Pero antes de pasar a La epidemia (también producida por Romero), algunas diferencias entre la versión original y la remake. En la película de Romero el Mal tenía un rostro bien definido: el ejército, sus altos mandos, los burócratas encumbrados en el gobierno y hasta el presidente eran los responsables del accidente aéreo que liberaba el virus Trixie en el pueblo de Ogden Marsh y de las posteriores medidas tomadas para evitar su propagación. Para los personajes la salvación consistía en escapar del radio de acción militar y llegar a otro pueblo cercano, aunque el final dejaba abierta la posibilidad de que el virus habría cruzado el perímetro establecido por el ejército y se habría esparcido por el resto de los Estados Unidos. En cambio, en La epidemia, el ejército, más salvaje e inmoral todavía que el que imaginara Romero, es un enemigo sin cara y que aparece construido como una amenaza rápida y fulminante, una máquina de exterminio sin vacilaciones de ningún tipo. Al mismo tiempo, no se sabe nada de otros órdenes de poder que pudieran balancear la omnipotencia militar, pero sí, como queda establecido desde el principio, que existe un dispositivo de vigilancia a nivel planetario capaz de verlo todo desde alturas estratosféricas, ya sea un pueblo como el de Ogden Marsh o un grupo de personas que huyen por el campo. En esas diferencias (aunque hay otras) se condensan las distintas visiones de las dos películas. En los 70 The Crazies todavía podía enjuiciar al orden político y militar porque la película estaba lidiando con funcionarios, superiores, presidentes; es decir, con personas. En cambio, ya en pleno siglo XXI, para La epidemia no hay un poder humano con el cual dialogar, lo único que queda es intentar escapar de sus brazos interminables, entonces la película se concentra en las estrategias de supervivencia de los personajes más que en una crítica política. Esa postura queda clarísima en la escena donde el grupo se cruza con un general que viene al pueblo a ayudar en la desinfección: cuando empieza a hablar, uno de los personajes lo mata sorpresivamente, como si la película no quisiera o no pudiera escuchar lo que el militar tiene para decir.
En medio de la avalancha de remakes y de películas que parecen no entender absolutamente nada del género, el terror estadounidense se muestra cada día más pobre, lánguido y falto de ideas. Brevemente: más estúpido. Algunas pocas películas rompen con esa mediocridad general y nos dicen que el terror todavía puede hacernos sentir miedo sin sustos fáciles, perturbarnos y hasta hablarnos del estado del mundo. Algunas de esas películas excepcionales pertenecen a autores reconocidos como el propio Romero o el recientemente recuperado Raimi, pero muchas otras son películas chicas y con poca difusión. El año pasado fue Portadores: compacta, sólida, dura, sin concesiones, terror que interpelaba al espectador de igual a igual, que lo hacía revolverse en su butaca de manera leal, sin sustos a traición, Portadores pasó sin pena ni gloria por la cartelera local. Este 2011 empezó con La epidemia, otra película chica pero fuerte, de pulso firme, con el nervio suficiente para regodearse en la crueldad y la violencia siempre sin perder de vista a los personajes y su drama (vean la escena con las personas atadas a las camillas y el infectado que las atraviesa una a una con un rastrillo). Como en Portadores o La carretera (que no es cine de terror pero tiene varios puntos en común con las películas nombradas), el peligro sirve de prueba moral que tensa al máximo la concepción del mundo que tiene el protagonista, en este caso, el sheriff Dutten (un cada vez más cumplidor Timothy Olyphant): ¿qué hacer después de haber visto que un grupo de soldados salidos de la nada puede asesinar a sangre fría y con total impunidad a los amigos más queridos, o luego de haber visto a esos amigos convertirse en monstruos por obra de un virus y volverse capaces de cualquier cosa? Como en esas dos películas, La epidemia se juega en la puesta en crisis de una línea de conducta que se revela como incompatible con los tiempos que corren; bien lejos de las películas moralistas que apuestan a elaborar una enseñanza, en La epidemia, La carretera y Portadores se da cuenta de las dificultades de llevar una existencia moral en mundos que se resquebrajan sin remedio (y que se parecen bastante al nuestro). Antes que de una lección, esas tres películas abordan el relato de un fin, o, en todo de caso, el fin de un relato: el de un hombre dispuesto a ceñirse a una forma de comportamiento, preocupado por algo más que la supervivencia inmediata y fisiológica.
Fuera de algunos sustos innecesarios, La epidemia es capaz de construir con pericia un universo (el de los pueblos del interior estadounidense) para después hacerlo estallar y perseguir implacablemente a sus criaturas para asesinarlas sin piedad. La tragedia de Ogden Marsh cala hondo porque la película pinta un pueblo y un drama que son mucho más que una seguidilla de clichés y, por eso, una parte de la bronca y el odio de los protagonistas por ver su pueblo arrasado y a sus vecinos masacrados alcanza a tocarnos y a involucrarnos en la historia, algo que el género parece que viene olvidando en los últimos años: fuera del miedo, los monstruos y las vísceras, el poder hacernos sentir a la par de sus personajes, introducirnos dentro de la historia como partícipes sensibles y no como meros observadores ajenos de un espectáculo sangriento. Eso, el invitar al público a compartir una experiencia de igual a igual con sus criaturas, es algo cada vez más difícil de encontrar en una película de terror, y La epidemia lo hace con lealtad pero también con dureza porque la situación que les toca vivir a sus protagonistas es cruel y terrible, como en las mejores películas de terror.