El virus incurable
El terror biológico es un terror insondable. Basta pensar cómo una minúscula bacteria, imposible de ser detectada por nuestros ojos, puede ser más temible que una docena de tanques. Lo que se ve siempre es menos temible que el horror invisible. Que el cine explote un tipo de paranoia que lo excede es lógico: representar es un modo de conjurar.
La epidemia, remake de The Crazies (1973), de George A. Romero, quien ahora es el productor, quizá sea menos violenta que la original y carezca de su humor, pero esta nueva versión es también un filme cuyas municiones apuntan a identificar un tipo de virus visible pero aparentemente incurable: el militarismo estadounidense, infección simbólica, tal vez epidémica desde la Guerra de Vietnam.
En esta ocasión, un accidente aéreo militar provocará la dispersión de químicos contaminantes, componentes de un arma biológica. Se comenzará a expandir una bacteria que se transmite por agua y aire. Las víctimas son los habitantes de un pueblo perdido de los Estados Unidos: Odgen Marsh. Ahí todavía, como en los western, el representante del orden es el sheriff, y será él quien enfrente al primer afectado, el alcohólico del pueblo, quien sin explicación alguna cruzará un cancha de beisbol en el medio de un partido, con una escopeta en las manos. Los síntomas son inequívocos: primero depresión, después violencia extrema.
Satelitalmente vigilados y sin posibilidades de comunicarse, los pobladores serán puestos en cuarentena. La expansión de la bacteria llevará a una intervención militar. No habrá piedad para los infectados. De allí que el sheriff, su mujer, su colaborador y algunos otros intentarán escapar de las fuerzas del orden.
Breck Eisner articula su relato en las coordenadas del cine clase B; no hay grandes efectos especiales, quizá sí un exceso de apoyo sonoro a lo largo del metraje, pero en varias secuencias Eisner demuestra ingenio para orquestar en espacios reducidos instantes de tensión y suspenso: la secuencia en un lavadero de autos es ejemplar. La epidemia, además, apuesta al detalle: el inesperado primerísimo plano de un ojo en una cerradura es más aterrador que el primer plano del rostro de un zombi.
Ya en el final, una vez que los créditos comiencen, habrá un aviso. El verdadero virus nunca descansa, siempre vigila y, como se sugiere en la película, contará siempre con el beneplácito de los reaccionarios.