La ortodoxia religiosa vista desde adentro
Hay una o dos cuestiones que pueden hacer algo de “ruido” durante la proyección de La esposa prometida, en particular si el espectador no profesa el judaísmo ortodoxo (la rama jaredí, en este caso). Fundamentalmente su férrea defensa de los enlaces concertados, tan alejados de las prácticas matrimoniales en las culturas del así llamado Occidente. Pero hay sin dudas dos valores que se hacen notar en la ópera prima de Rama Burshtein: su honestidad intelectual y el conocimiento desde adentro de la cultura que (re)presenta en pantalla. En ese sentido, el film se ubica en las antípodas conceptuales de otras películas donde es la mirada externa la que describe y, en última instancia, condena o santifica determinadas características de ciertas culturas o grupos religiosos.
Presentada en sociedad hace un par de años en el Festival de Venecia, La esposa prometida es el relato de una decisión aparentemente personal en el marco de una sociedad en extremo ritualista y codificada en sus usos y costumbres. Y lo es desde una mirada femenina pero necesariamente antifeminista, atenta a las experiencias y emociones personales pero esencialmente acrítica de los valores que describe. La protagonista es indudablemente Shira (Hadas Yaron, premio a Mejor Actriz por este rol en Venecia), una joven de dieciocho años e hija menor de una familia de la comunidad jasídica de Tel Aviv. El film posee, sin embargo, cualidades corales, concentrado como está en los miembros primarios y secundarios del clan. Y su conflicto central es claro como el agua luego de la trágica muerte de la hija mayor: la imperiosa necesidad de “llenar el vacío” del título original, el posible casamiento entre Shira y su cuñado ante otra serie de opciones que no conviene develar aquí.
Drama intimista de pura cepa, Burshtein –según sus propias declaraciones, criada en el mundo secular pero convertida hace tiempo a la ortodoxia– maneja los tiempos narrativos sin apuro, pero atenta a las leyes de acción y reacción de la narración clásica, con un reparto de actores y actrices entregado a una caracterización sin fisuras, evidentemente una de las preocupaciones centrales de la realizadora. A tal punto que la actuación se convierte en una de sus obsesiones formales, cimentada por un uso algo inmoderado de los primeros planos y el empleo de lentes que tienden a desenfocar los márgenes del plano, dando como resultado una imagen aterciopelada y, tal vez, un poco amanerada.
Existe definitivamente una dimensión antropológica en La esposa prometida y, por momentos, sobrevuela la impresión de que el film intenta hacer las veces de amable carta de presentación de un mundo desconocido puertas afuera. Sociedad patriarcal al fin, si bien las mujeres parecen mover muchos de los hilos que conducen a la toma de decisiones, serán en última instancia los hombres quienes –del rabino al candidato a consorte, pasiva o activamente, por acción u omisión– tendrán la última palabra sobre las cuestiones a resolver. Muy distinto a lo que ocurría en Primavera tardía (1949), de Yasujiro Ozu, donde otra mujer debía decidir si casarse o permanecer soltera. En esa obra maestra del cineasta japonés más de un enigma quedaba sin respuesta y una genial elipsis evitaba la escena del casamiento y el llanto catártico, ese recurso demagógico.