LOS RITUALES DE LA RESISTENCIA
Una secuencia de diez minutos aproximadamente inaugura la película hasta que el título aparece. Se trata de una danza ritual filmada a base de planos cerrados, como si la cámara fuese uno más. La edición de sonido es notable y el efecto, por momentos, hipnótico. Se trata de un comienzo potente que asume valientemente los riesgos del caso, pero que pone en claro que lo que vamos a ver elude la visión panorámica televisiva o la exposición lineal de un conflicto. Hay que estar ahí, escuchar las voces y sentir los cuerpos, porque es la manera en que una comunidad se hace visible más allá de las convenciones.
Concebido como parte de una trilogía, el documental se sostiene a partir de un agudo poder de observación en el que se alternan los rituales colectivos y los testimonios individuales de personas sobrevivientes a la guerra. La música y las palabras son las formas posibles para exorcizar el dolor aunque sea momentáneamente. El acercamiento que propone Solá -y que en principio podría ser juzgado de esteticista- es funcional al espíritu sagrado y devocional de los personajes, ya sea en la iluminación de claustro en los interiores, como en la claridad que le confiere a los rostros en exteriores. Sin embargo, las escenas excluyentes son las correspondientes a los tres momentos donde se muestra la danza corporal, a través del vínculo íntimo que construye la cámara con el objeto retratado. No se trata de congelar una imagen sino de plasmar una vivencia y compartirla en toda su intensidad.
La sensación de atemporalidad predominante hace que uno pueda ingresar a la película por cualquiera de sus tramos. La ausencia de un esquema narrativo apunta a una experiencia sensorial que invita a la paciencia, a prestar ojos y oídos durante una hora. Eso sí, si somos capaces de olvidar el frenesí mundanal y ombliguista en el que nos sumergimos cotidianamente. El universo también son los otros.